1)
«Traducir es hacer patria». La cita es aproximativa, de segunda mano; se la encuentra atribuida a Domingo Faustino Sarmiento en Nuestra lengua, breve tratado que el traductor y periodista argentino Arturo Costa Álvarez publicó hace casi cien años1.
En la máxima sarmientina, política y traducción se enlazan en un común movimiento civilizatorio que, invariablemente, incluye la educación. «Nosotros tenemos que destruir la espesa muralla que por el idioma nos separa de nuestro siglo para abrir paso a las ideas, digan lo que digan los que a Cervantes divinizan. Necesitaríamos traducir al español dos mil obras de las que caracterizan y constituyen la civilización moderna», escribe Sarmiento en 18702, acuñando una imagen incómoda y pertinaz, en la que el idioma propio enclaustra y confina en un espacio por el que las ideas no circulan.
Las discrepancias sobre qué y cómo traducir no anulan, sino que confirman, el carácter esencialmente político de la actividad traductora, susceptible de «destruir la espesa muralla».
Véase si no.
2)
En Francia, la historia de las ideas registra la «Querella de los antiguos y de los modernos», momento a finales del siglo XVII en que en el seno de la Académie française se enfrentaron dos maneras de hacer poesía. (Poesía o Belles-llettres, el término «literatura» no se empleaba entonces con el sentido actual.) Los antiguos propugnaban una creación basada en la imitación de los autores de la tradición grecorromana, mientras que los modernos defendían el mérito de los autores de su siglo y militaban por una poesía adaptada al gusto contemporáneo.
El incipiente culto a la razón y al progreso invierte la manera de calcular que hasta entonces había regido: no hay más motivo para inclinarse ante los antiguos, puesto que estos carecen del saber que vino luego de ellos y que sí se fue acumulando en los modernos, por esta razón más «antiguos» que los mismísimos antiguos. Esta manera de contar —en que el más nuevo era el más viejo— había sido planteada decenios antes por René Descartes y Blaise Pascal, aunque viniera de Francis Bacon y su Novum organum. Más particularmente en poesía, los modernos reclaman el derecho de emplear no solo lo maravilloso pagano, sino también lo cristiano, no tanto por devoción como por deducción: al ser el cristianismo superior al paganismo, su maravilloso ha de serlo forzosamente. También, en la defensa de lo maravilloso cristiano juega el nacionalismo que la monarquía erige. Las discusiones en la
Notas
1 Debo a Patricia Willson haber oído, por primera vez, esta fórmula de inolvidable precisión. Escribe A. Costa Álvarez, rememorando sus inicios en el oficio: «El autor empezaba a traducir entonces, sin saber que Sarmiento había declarado patriótica esa tarea; por tanto debo confesar que no fue el patriotismo lo que lo llevó a eso». Nuestra lengua, Buenos Aires: Sociedad Editorial Argentina, 1922, p. 23.
2 Faustino Domingo Sarmiento, «Obras Completas XLVII», en A. Costa Álvarez, op. cit.
fueron ríspidas hasta que se forzó un cese de hostilidades y una reconciliación pública, con besos incluidos, entre los cabecillas de ambas posiciones, Nicolas Boileau y Charles Perrault, respectivamente3.
Desde nuestra perspectiva estrechamente contemporánea, que ensalza la actualidad, ignora el pasado y cree haberse desentendido de cualquier autoridad, los antiguos del siglo XVII lucen irremediablemente antiguos, poco defendibles, por no decir conservadores y timoratos. Sin embargo, el asunto tiene más de una vuelta, porque en ambos bandos revistaron (o la posteridad alistó) autores extraordinarios y autores olvidables, aunque tal vez los que permanecieron en la memoria, como mejores cultores de las letras y mejores exponentes de su época, se ubicaron entre los partidarios de lo antiguo; porque, de igual modo, en ciertos temas precursores (empleo del francés o del latín en las inscripciones de los monumentos), se encontraba Nicolas Boileau, jefe de los antiguos, entre los defensores de la novedad que significaba el uso del francés en los textos monumentales; y porque a menudo en esa polémica se jugaba una rivalidad por el favor monárquico y se prefiguraba, en el campo de las letras, una contienda que cien años más tarde derrocaría a un régimen que se pensaba inmutable e imperecedero, y que pronto pasaría a ser nombrado como «Antiguo régimen».
Entre las muchas vueltas que tiene la Querella de los antiguos y de los modernos, consideremos ahora una que atañe fundamentalmente a la traducción.
3)
A comienzos del siglo XVIII, en 1714, cuando Nicolas Boileau y Charles Perrault ya estaban muertos, la Querella tuvo un segundo episodio, ahora a raíz de una traducción de la Ilíada realizada por otro académico, Houdar de la Motte. Esta versión tuvo la propiedad de enfurecer instantánea y durablemente a Anne Dacier (o Anne Le Fèvre, según apellido de soltera, o Anna Tanaquilli Fabri filia, como gustaba firmar en su juventud), traductora, filóloga y erudita, figura principalísima entre las de su tiempo.
Anne Dacier había nacido en 1647; su padre era filólogo y traductor y pronto advirtió el talento de su hija, por lo que se encargó de su educación en lenguas clásicas. A los 32 años, Anne Dacier era una mujer sabia, miembro de la Nobilissima Accademia dei Signori Ricovrati di Padova y elegida por el copreceptor del Delfín para trabajar en la edición de la colección ad usum Delphini, para lo que se le había encomendado la traducción y comentario de cuatro historiadores latinos menores. Años después, en los ochenta,
Notas
3 Sigo aquí a Marcel Braunschvig, Notre littérature étudiée dans les textes I. Des origines à la fin du XVII siècle. París: Librairie Armand Colin, 1920, pp. 809-835. Sigo también parcialmente a A. Lanavère, que plantea una querella en cuatro actos, que se inicia en 1653-1674 (querella en torno a lo maravilloso cristiano) y concluye en 1713-1714 (la querella homérica), pasando por el debate sobre las inscripciones (1676-1677) y el enfrentamiento entre Boileau y Perrault (1687-1694), entrada «Querelle des anciens et des modernes», Dictionnaire des littératures de langue française, Alain Rey, Daniel Couty & J.-P. de Beaumarchais. París: Bordas, 1984.
Anne Dacier traduce por primera vez al francés a Aristófanes —Las nubes y Pluto— y las comedias de Terencio, recogiendo gran reconocimiento por parte de sus contemporáneos y de la posteridad. En 1695 y durante casi veinte años, se dedicará a la traducción de Homero, con el propósito de rehabilitarlo entre sus contemporáneos. En 1699 se publica su Ilíada4.
Como se dijo algunas líneas más arriba, la Querella vuelve a estallar en 1714, cuando Houdar de la Motte pone en verso esta traducción de Anne Dacier, «corrigiéndola» y acortando el texto homérico de 24 a 12 cantos. Colmo de la soltura, Houdar de la Motte no sabe griego: su Ilíada es un buen ejemplo de belle infidèle, de transposición, en el plano de la traducción, de las convicciones modernas acerca de la superioridad del presente con respecto al pasado, convicción que vuelve prescindible cualquier prurito de «fidelidad» al texto que necesariamente debe ser «embellecido» por el traductor, que así corrige la fealdad que los años le agregaron a la obra del pasado que necesariamente ignora el gusto presente.
En el «Discurso sobre Homero», extenso prefacio de su traducción, Houdar de la Motte explica largamente su proceder. Cito a modo de muestra: «[…] Me contenté con remediar, en lo que me fuera posible, los defectos que chocan o que aburren, que nunca se perdonan. Dejé a los dioses sus pasiones, pero traté siempre de darles dignidad. No despojé a los héroes de ese orgullo injusto, en el que a menudo encontramos grandeza, pero les recorté la avaricia y la codicia del botín que los envilece ante nuestros ojos, y por ejemplo no quise que Aquiles examinara el rescate de Héctor antes de devolverlo: una atención tan baja lo deshonraría más, poéticamente hablando, que su propia crueldad. Intenté que la narración fuera más rápida que en Homero, las descripciones más grandes y menos cargadas de minucias, las comparaciones más exactas y menos frecuentes. […] Solo diré, para dar una idea del resto, las razones que tuve para cambiar el escudo de Aquiles y las circunstancias de la muerte de Héctor […]»5.
Notas
4 Para los datos biográficos de Anne Dacier, salvo la fecha de nacimiento, sigo aquí a Éric Foulon, «Madame Dacier: une femme savante qui n’aurait point déplu à Molière», en Bulletin de l’Association Guillaume Budé, diciembre de 1993, disponible aquí
5 Houdar de la Motte, «Discours sur Homère», disponible aquí
Y, una vez desatada la polémica con Anne Dacier, indignada con esa «corrupción del gusto» que se muestra tanto en la justificación de la política traductora planteada como en su resultado textual, Houdar de la Motte persistirá en sus explicaciones: «Estoy en guardia contra la prevención, para no confundir la belleza y las faltas. Creo sentir entonces que los dioses y los héroes, tales como aparecen en el poema griego, no serían de nuestro gusto, que muchos episodios lucirían muy largos, que las arengas de los combatientes serían consideradas fuera de lugar y que el escudo de Aquiles parecería confuso y desrazonablemente maravilloso. Cuanto más medito esos sentimientos, más los confirmo, y luego de haber pensado largamente con todo el respeto que se le debe al público, me propongo cambiar, recortar, inclusive inventar si es necesario, procurando hacer todo lo que imagino que Homero hubiera hecho si hubiera tenido que habérselas con mi siglo»6.
Ubicándose dentro de la perspectiva de los modernos y de los traductores de «bellas infieles», Houdar de la Motte alega, como razón de la corrección a la que somete a Homero, el respeto debido al gusto del público contemporáneo, explicación esta que lleva a Anne Dacier a escribir un tratado De las causas de la corrupción del gusto, al que se le reprocha la virulencia y acritud hacia un Houdar de la Motte que mantiene la calma y cosecha la simpatía de sus colegas en la Académie, en donde predominan los modernos.
Siguiendo un razonamiento históricamente frágil aunque interesante en varios aspectos (por ejemplo, la erudita atribuye superioridad a Oriente, capaz de crear por sí mismo, a diferencia de Occidente, obligado a imitar), la indignada Anne Dacier afirma que el gusto se corrompe con el desprecio y la lejanía hacia los grandes personajes de la Antigüedad, griegos y latinos, «sobre todo los griegos», que «forman y nutren el buen gusto». En lugar de esta familiaridad contraída con el pasado, «los Poetas de hoy que deshonran a la Poesía» solo conocen «los cafés por escritorio y parnaso» y tienen la cabeza repleta de «ópera y novelas», mientras la Academia, «bastión de la lengua, las letras y el buen gusto», no dice nada, si no son «desde hace cincuenta años críticas malvadas a Homero», escribe Anne Dacier. Naturalmente, la autora defiende su manera de traducir, «la más literal y la más fiel» que hubo podido realizar7.
Y, así como Houdar de la Motte invoca el gusto presente para proceder a sus correcciones de Homero, Anne Dacier evoca un futuro temible, de persistir la pérdida de contacto con el pasado que se ofrece para la imitación, un futuro en que «el mal gusto y la ignorancia habrán vencido», por lo que las Letras estarán acabadas, «las Letras que son la fuente del buen gusto, de la civilidad y de todo buen gobierno»8.
Como en la primera polémica, al cabo de dos años, hubo reconciliación personal de los principales partícipes de esta «Querella de Homero» o «Segunda Querella de los antiguos y los modernos». Si en el primer episodio de 1687 había intermediado el lógico y gramático Antoine Arnauld, jansenista a la sazón exiliado en Bruselas, ahora en 1716, Fénelon procuraba las paces, deseando que los modernos superasen, estudiándolos, a los antiguos.
No obstante, de cierto modo, puede decirse que la querella hoy prosigue en términos no tan diferentes; también, puede decirse que el paso de los años mostró la modernidad de los antiguos y la vejez de los modernos.
4)
La mayor parte de los defensores de lo moderno, como se dijo, hoy están en el olvido, mientras que siguen estando presentes los partidarios de lo antiguo. También cayó en desuso, al menos con esa radicalidad en la explicitación y en el ejercicio, la práctica de las «bellas infieles».
No obstante, reformulada pero no mucho, prosigue la polémica acerca de cuál lugar acordar a la tradición y cuánto es deseable ceder al peso del aquí y ahora, es decir, a la imposición del «gusto» que efectiva o imaginariamente reside en el público.
Cabe observar que, en nuestros días, esta polémica se trasladó masivamente del ejercicio de las artes al campo de la enseñanza. Por un lado, como se vio en Francia en 2015, prosigue (con resistencias) el movimiento de eliminación total de lo que queda de enseñanza de latín y de griego en los liceos públicos. Uruguay, que hace tiempo abandonó esas clases, está envuelto en un debate sordo, un debate que no es un debate porque no llega a cuajar como intercambio asumido de argumentos divergentes. Esto no obsta la identificación de los viejos argumentos querellistas que proponían entonces la reforma de las letras, hoy de la enseñanza. Son en particular notorias las razones que, negando una peculiar autoridad a lo que la tradición acerca, se sostienen en la primacía del presente, encarnado en los intereses y las conveniencias del alumnado, como si ayer las artes y la enseñanza hoy debieran ser lo que se ocupa en satisfacer una demanda previa e independiente del enseñar y del crear.
Se impone entonces, como se impuso, una enseñanza en que solo caben el presente y sus urgencias laborales (efectivas o fantaseadas); quedarán fuera pues no solo el pasado grecorromano, sino el neolatino también, dado que la concentración en el presente solo admite como su «otro» a la lengua inglesa o, mejor dicho, a cierta versión, periodística en el mejor de los casos, de la lengua inglesa.
En ese sentido, vuelve a ser de quemante actualidad Anne Dacier, la erudita traductora, cuando alistada en filas de los antiguos se alarma por el destino de las letras, fuente de «buen gusto», de «civilidad» y de «buen gobierno». Claro que podrá aducirse que, a pesar de las letras, bien poco bueno había de ser ese «buen gobierno» cuya cabeza no demoraría un siglo en rodar. Es que hoy sabemos que el trato con las letras no preserva ni del ejercicio, ni del padecimiento del horror, y si acaso fuera necesario, Borges lo muestra en su extraordinario cuento «Deutsches requiem» y Jonathan Littell en su extraordinaria novela Les bienveillantes.
Y sin embargo también sabemos que la fuerza ficcional de las letras —del discurso literario— puede disputar el monopolio del presente y sus servidumbres, proporcionando vías de escape, de emancipación. Estas maneras de ver, es decir, de entender el mundo que ofrece el discurso literario, surgen de su también vocaciόn para no excluir ningún tema o asunto. No hay tema o asunto que, a priori, no pueda formar parte de las letras, incluyendo los asuntos presentes, pasados, futuros, reales, imaginarios, cercanos, lejanos, conocidos, ignotos, falsos, verdaderos, consensuales, disensuales. Pero no solamente sucede que ninguna parcela del mundo escapa a la posibilidad de su apariciόn en el mundo de las letras, sino que también ocurre que nuestra percepciόn de parcelas enteras del mundo se debe a las formas de inteligibilidad que nos proporcionan las letras. En ese sentido, cabe recordar cόmo el discurso literario, en particular a partir de comienzos del siglo XIX, pasa a constituirse en modelo de las llamadas «ciencias sociales», incluida la psicología.
Pero, por sobre todo, hoy sabemos reformular la querella del «gusto corrompido» y del «buen gusto» en términos que atienden la especificidad de las letras —del texto literario—, con su vocación omnicomprensiva: ninguna forma de ejecución es descartable y ningún asunto les es ajeno.
Porque, por un lado, los textos literarios no pueden descartar ninguna de las variedades históricas, diatόpicas, diafásicas, genéricas y estilísticas que constituyen un idioma, porque lo propio del discurso literario es la imposibilidad de exclusión, es decir, su vocación totalizadora, su predisposición a admitir todo aquello que constituye el acervo léxico y morfosintáctico de un idioma. Si cada género, por su propia condición, excluye algunas variedades y retiene otras, el literario es el único discurso capaz de incondicionalmente incluir cualquier parcela de lengua. Mejor aún: los textos literarios ofrecen formas lingüísticas (léxicas y morfosintácticas) inéditas, fruto de la capacidad de los escritores para jugar, dentro del sistema que es una lengua, con los usos constantes, consagrados. El discurso literario pone a disposición la lengua de todos y, al mismo tiempo, las creaciones singulares que el escritor forja en la lengua común. En este sentido podemos entender el «buen gusto» que reclamaba Anne Dacier, nutrido por la obra de un poeta, es decir, de alguien que conoce el idioma y sus posibilidades.
«Traducir es hacer patria». La cita sarmentiana, unciendo política y letras, conserva su fuerza esclarecedora.
Alma Bolón es doctora en Ciencias del Lenguaje por la Université de Paris III (Sorbonne-Nouvelle), profesora titular de Literatura Francesa en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad de la República y profesora agregada de Lingüística Aplicada en la Facultad de Derecho de la misma universidad.