Elaine Mendina es uruguaya, nacida en Artigas. La vida la ha llevado por distintos rincones: vivió algunos años al norte, en Bella Unión; luego, el oeste fue su rumbo durante su estancia en Colonia; y, desde hace un tiempo, está radicada en el sur, en la capital montevideana. Su experiencia lindera con Brasil, el aire de la capital, la abuela brasilera y su corazón en la tierra de Donostia tiñen sus relatos fronterizos, rurales y urbanos.
Desde niña, nos cuenta, escribe para liberar todo aquello que la oprime y enoja; así fue dibujándose como escritora. La pulsión por escribir fue más fuerte que la maestra y profesora de literatura, respecto a lo cual hoy declara alegre que ya no tiene que dividir su tiempo entre adolescentes y hojas de cuaderno con caligrafía infantil. Ahora, las horas pueden ser dedicadas a escribir en la «baticueva», como llama a su altillo repleto de libros, su lugar de trabajo.
En sus primeras publicaciones podemos apreciar su esencia de cuentista. Desde hace un tiempo ha buceado en la novela y, por fortuna, este año nos regalará dos obras: San Miguel Arcángel y Todo lo que tiene nombre. En el camino surgieron traducciones al portugués de algunos de sus cuentos realizadas por Sergio Faraco y José Eduardo Degrazia.
Conversamos con Elaine sobre su escritura, la experiencia de ser traducida y sus proyectos actuales.
¿Cómo surgió la escritura en tu vida y cuándo pensás que te convertiste en escritora?
Surgir… Fue una cosa de siempre. Yo siempre fui una persona muy introvertida y muy a contrapelo de las reglas también, aunque muy respetuosa de lo que me marcaba el entorno, por lo menos mientras fui chica. Entonces, lo único que tenía para despachar lo que me causaba enojo era escribir. Ese tipo de chiquilina que lleva un diario y putea en él porque jamás lo haría delante de alguien. Por ahí salió, con ese tipo de motivación.
Sobre el hecho de ser escritora, te cuento: en mi generación —yo ya tengo sesenta años—, la idea era que los escritores estaban todos muertos y enterrados, y los pocos que estaban vivos eran personas que iban con una llamita por arriba de la cabeza, gente diferente. El escritor no era el almacenero, era alguien que tenía una especie de cosa muy especial. Y solo ahora, en las últimas generaciones, se empezó a desacralizar la figura del escritor. Van a las escuelas y conversan, dejan ver que son como cualquier hijo de vecino con una afición diferente, nada más. Pero yo me crié con esa idea de que un escritor es alguien muy lejano, entonces, presentarme como escritora hasta el día de hoy me cuesta. Me parece que estoy poniéndome en una postura que no me corresponde todavía, que no me la gané. Y después pienso: «Si publiqué libros y han sido más o menos conocidos, bueno, entonces sí soy escritora». Que sea buena es otra cosa. Pero hasta el día de hoy me cuesta un poco igual, por esa razón. Los escritores de generaciones más jóvenes lo dicen con más soltura y está bien, porque ser escritor es como ser cualquier otra cosa que te guste hacer.
¿Y cómo convive la escritora con la docente?
Felizmente ahora no conviven, porque estoy jubilada. En una época, cuando estaba en clase y tenía una buena idea que me entretenía, que me atrapaba para escribir, les ponía cuentas a los chiquilines y me quedaba en el fondo del salón, dándole cuerpo al cuento antes que se me perdiera. O en el último banco, cuando fui estudiante, también. Cuando surgía, había que pescarlo, después se trabajaba. El tiempo libre, si no había, te lo hacías. Dejabas para atrás lo que debías hacer y hacías lo que querías. Desde luego, es una forma muy seria de indisciplina, no me siento nada orgullosa de eso, pero de hecho lo hice muchas veces. Porque conozco escritores muy disciplinados que tienen horarios, que de tal hora a tal hora, que tal día que no tienen clase, y me parece admirable eso. Yo, que tengo una naturaleza caótica y poco disciplinada, la verdad es que no lo hice de esa forma. Si se me ocurría, lo hacía entonces. A veces no era el mejor momento. Pero —a ver cómo te lo explico— es como el tirón en la piola de un pescador, la ocurrencia. Hay que sacarla ya.
Nosotros seleccionamos algunos cuentos para traducir y, de la selección que hicimos, hay dos, «Caña de azúcar» y «Quileros», que recrean personajes e historias fronterizos o del ambiente rural. Ese parece ser un tema recurrente en tu obra, ¿cómo te vinculás con esa temática y por qué escribís sobre eso?
Primero que nada, por proximidad geográfica y personal. Soy hija de un ganadero, y después, durante largos años, estuve en Bella Unión casada con un cortador de caña. Entonces conozco el trabajo rural, tanto el de ganadería como el de la caña de azúcar, de primera mano. Y es una cosa que me atrae. El mundo rural de los varones me atrae y me enoja también, porque es un mundo profundamente injusto. Por alguna razón, ese tipo de cosas que me despierta enojo o algo así es lo que me da ideas para escribir y, por lo general, yo hago apenas la mitad del trabajo, la otra mitad me la dio alguien. Ese cuento que mencionaste, «Quileros», en el que un niño se cae intentando hacer su primer día de contrabandista, me lo contó mi difunto suegro, porque ese puente de metal todavía está en Bella Unión, aunque ya no se usa porque el tren no viene. Yo siempre tuve las orejas muy abiertas para cuentos de gente vieja, para anécdotas, y los utilizaba como material. Así que le debo mucho a la gente que me contaba cosas. Me gusta hablar, sobre todo, con personas mayores. Saqué mucho de ahí. A veces, cuando miro un libro digo: «La mitad de esto es de otra gente, yo solo le di la factura literaria».
Porque, además, son personajes que nunca son los héroes de la historia.
No, son solo personas. Es el héroe anónimo. Hay mucho heroísmo en el día a día, sobre todo en el día a día de una persona que vive como un cortador de caña, como un esquilador, como un quilero. Yo creo que el heroísmo está ahí. Algunas veces —de repente voy a decir una obviedad, pero…—, todo ese fanatismo, todo ese ruido generado alrededor de, no sé, no quiero ser ofensiva, un cantante de cumbia, un jugador de fútbol, respeto mucho eso porque cada cual elije del mundo lo que quiere. Pero pienso en eso y después pienso en esas otras personas que llevan adelante una familia cortando caña, contrabandeando de noche en un puente y digo: «Me parece que enfocamos mal la idea de héroe». Yo no puedo hacer mucho para cambiar eso. Solo escribo y, a lo mejor, de ahí puede partir una reflexión. No es la intención específica, yo no quiero hacer reflexionar a nadie, ni hacer campaña a favor de nada ni de nadie. Solo si se me ocurre, lo escribo y ya está.
Además de esa cuestión rural y fronteriza, también aparecen muchas cosas que son muy urbanas. ¿Cómo es el proceso de escritura respecto al manejo del lenguaje? Es muy diferente en los distintos cuentos.
Sale naturalmente. Porque no hablo yo. En todo caso, soy una voz narrativa, después hablan los personajes. Y el esquilador habla como esquilador, y la mujer de campaña habla como la mujer de campaña. Incluso me ha ocurrido, y no solo en una ocasión, que alguna persona, al conocerme, se sorprendiera de que yo fuera mujer. Creían que era un varón. Les sorprendía que fueran cuentos escritos por una mujer. Porque, creo que sin querer, no es algo que me proponga hacer, yo me mantengo al margen, dejo hablar al personaje y frecuentemente elijo mundos y personajes masculinos. Me han dicho que sé apropiarme de sus voces, reproducirlas. Y dejo hablar a las criaturas del cuento, varones o mujeres. Al comisario del pueblo, al peludo cañero, a la madama del burdel, a la beata del pueblo. Ellos hablan. Cada cual habla su propio lenguaje. Porque hay una cosa de la que sí me doy cuenta —que es lo que me ha servido siempre—: me entretiene observar a la gente, cómo habla, cómo se conduce. En los ómnibus me entretengo mucho escuchando las conversaciones, pero no por curiosidad consciente, porque ni siquiera sé quiénes son. Lo hago para hacerme una idea, para ver cómo son, para observarlos. Entonces, después, si creo a alguien a partir de ahí, ese lenguaje es el que usa porque es el suyo.
Entonces también es producto de un trabajo profundo de observación previa.
Sí, pero no sé si llamarlo «trabajo», porque lo hago hasta casi sin querer. Muchas veces, el personaje que está hablando utiliza palabras que yo no usaría. Hay un cuento que me hicieron leer en la presentación del libro en el que está incluido «Quileros»; en la historia, un contrabandista viejo se pone en concubinato con una muchachita muy joven. Cuando viene el amigo con el que solía correr mundo y lo quiere llevar de farra, como salían siempre, él no quiere ir porque está feliz en su casa con la jovencita, que además acaba de darle un hijo. El campesino viejo le dice al amigo: «Tira más un pelo de concha que una carreta de bueyes, sí señor». Yo nunca diría eso, pero él sí. Él lo diría y lo dijo. No soy yo que estoy hablando, por eso ni siquiera me ruborizo. Es así, los registros lingüísticos los da el personaje que está hablando.
Tuviste la oportunidad de ser traducida y uno de tus cuentos fue traducido por el reconocido escritor y traductor Sergio Faraco. ¿Cómo se dio esa posibilidad de ser traducida al portugués y, particularmente, por este autor y traductor?
Mi primer editor fue Alvarito Barros, ya fallecido, que también era traductor de Faraco. Para serte sincera, de esto hace tantísimos años, no sé cómo ese cuento fue a parar a manos de Faraco. Pero le gustó, le habló a Álvaro, me pidió para traducirlo y lo tradujo, hace muchos años. Y Sergio es un excelente traductor porque es un excelente narrador.
Entonces, donde él tiene que cambiar alguna cosa para conservar la idea, aunque tenga que cambiar la palabra, lo hace, y cuando leés el cuento dice exactamente lo que quisiste decir. Aunque a veces no pueda usar la misma palabra porque no dice lo mismo. Ustedes saben eso del problema de la traducción. La traducción de Faraco me parece preciosa, muy buena. Y después Eduardo Degrazia, que tampoco sé de dónde me sacó, la verdad sea dicha, tradujo otro cuento de un libro que creo que se lo mandó Alvarito. No hay mucho trabajo traducido, hay alguna cosa.
¿Cómo es ser traducida al portugués, que es una lengua para vos cercana, y cómo te enfrentás a un texto tuyo traducido?
Eso depende, básicamente, del traductor. Veo una buena traducción y es genial. Es buenísimo ser traducido, no solo porque es una forma de difusión, sino por la barrera lingüística que se traspone cuando la traducción es buena.
¿Hay un interés especial por ser traducida al portugués o da lo mismo que sea a cualquier otra lengua?
En cualquier caso, sería muy útil, sería muy bueno. Pero al portugués me gusta en forma especial. Primero porque me gusta el portugués, me es una lengua querida, entrañable, desde la niñez; mi abuela era brasilera, tenemos mucha familia en Brasil. Es un poco mi lengua también. Pero además es la única lengua en la que puedo saber si está bien traducido, porque leo portugués corrido. Si me traducen, no sé, al inglés, que no leo, no tengo la menor idea de si está bien traducido o no. En portugués sí; entonces, principalmente, esa es la diferencia.
Contabas que tu abuela era brasilera, ¿tenés familia de ambos lados de la frontera?
Mi abuela era brasilera y hay muchos matrimonios en nuestra familia en el que uno es brasileño y el otro es uruguayo, y en esas casas, a veces, se habla indistintamente español o portugués. Eso pasa casi siempre en la frontera, no hace falta traductor. Cada cual habla su lengua y cada cual entiende al otro. Entonces, cuando manejás los dos códigos, te queda más claro cómo fue la traducción, por eso me gusta más.
Te criaste, entonces, manejando el portugués, hablándolo.
Sí. Por una cuestión de familia y de vecindad, y hasta de la forma en que te entra culturalmente, a través de la televisión, los libros, la simple convivencia. El portugués es muy lengua madre para nosotros.
¿Y tenés algún proyecto ahora entre manos, algo que esté por publicarse?
De hecho, dos. Hay una novela que fue aceptada por una editorial madrileña, va a salir antes de fines de año. No sé si va a llegar acá, va a ser editada en Madrid y se llama San Miguel Arcángel. Y otra, de la que me habló Claudia Garín, de la Editorial Planeta. Me dijo que había aceptado el borrador, que es la continuación de mi última novela. Vamos a empezar a hablar de eso ahora, en estos días. Está agendada para fines de este año también. Dos novelas diferentes. Esa segunda es la continuación de Sorginkeria, y se llama Todo lo que tiene nombre. Es decir, puede ser tomada como una unidad independiente, se comprende, pero si se leyó la primera, se nota la continuidad por los personajes y demás.
Y con estas dos llegarías a cuatro novelas, ¿no?
Sí, hay dos publicadas, dos en el horno y una tercera, que es la que cierra esa trilogía del mundo vasco y que, si es que sale, tendrá que esperar bastante.
¿Puede ser que al principio tuvieras más interés por escribir cuentos y ahora surgió más la novela?
A mí me gustaba el cuento, me gusta el cuento. Creo que lo que me sale es el cuento corto, que tiene sus dificultades. Pero hay gente a la que le salen cuentos, y hay gente a la que le sale la novela: no puede ceñirse al cuento, se va, se va, se extiende en varias líneas narrativas y termina haciendo la trama de una novela. Y hay gente en que la narración empieza, sucede y termina, breve, concisa, en una única línea argumental. A mí me pasaba así.
¿Y qué cambió?
Que tenía ganas de escribir una novela, a ver si me salía. Y me doy cuenta de que mucho no me salió, porque la primera de mis novelas está hilvanada como quien enhebra cuentas de un rosario, en una especie de continuidad de cuentos. Lo único que le da la calidad de novela es que suceden todos en un mismo pueblo, con los mismos personajes, formando una especie de composición, de rompecabezas; pero, aparte de eso, es como que fueran cuentos cortos. Tomás un capítulo, lo leés y es un cuento. Me doy cuenta de que no es muy fácil hacer una novela, pero para otros no es muy fácil hacer un cuento.
¿Por qué nace el interés por el mundo vasco?
Eso lo traigo de chica por mi padre, que había buscado siempre sus orígenes: se había reunido con un primo a ver qué averiguaban de sus ancestros, pero en un tiempo en que no había internet, en que no había manera de rastrear nada por ningún lado. Cuando después encontré cómo llegar a determinadas cosas, aprendí —estoy aprendiendo— algo de lengua vasca, he conseguido libros, busqué los orígenes de la familia, y no me voy a morir sin ir a conocer Pueblo Mendina en la Cantabria. Me interesa desde el rescate cultural, creo que el pueblo vasco es un gran pueblo. No es de los más amados por el mundo, pero es un gran pueblo. A mí me gusta mucho. Las sagas vascas son muy interesantes. Ahí se encuentra uno con cosas que escuchó de chico, que escuchó decir, o con una receta de cocina, o con una historia, y resulta que era de ahí que lo traían y no tenías la menor idea. ¡Pero esto es vasco! Y sí, claro, mis antepasados son vascos. Todos vascos: mis padres son primos, así que no hay cómo escaparse. «Vasco de cuatro apellidos», como dicen. Y a mí me pone muy orgullosa. No es etnocentrismo, no creo que sean mejores que nadie, pero me alegra. Son buena gente.
Así que condensás una cosa uruguaya, brasilera y vasca.
Claro, porque hay una cosa: el vasco es vasco. El hecho es que en la diáspora, cuando la dictadura de Franco, los vascos fueron a recalar a distintos lugares. La familia de mi abuela, los Etchegaray, se fue a Brasil; los Mendina se vinieron algunos acá a Uruguay, y resulta que hay Mendinas dispersos por un montón de lugares. Pero son vascos, se vinieron de ahí y se trajeron todo lo suyo. Después, el criarse en otro lugar tiene que ver, modifica cosas. Pero la esencia… Decía un tío mío, don Arí, que era muy ocurrente: «Si una gata da cría en el horno, los gatitos no son bizcochos». Hijo de vasco es vasco, no importa dónde haya nacido. Claro, recibe la influencia de su lugar de crianza, pero siempre trae eso.
Esperamos ansiosos las nuevas novelas y si la española no llega a Uruguay, la importamos para hacerla circular acá.
Eso sería genial. Va a estar en un formato digital.
Y también en papel.
Entonces vamos a poder acceder a ella sin inconvenientes.
Espero que sí.
Elaine, muchísimas gracias, ha sido un placer.
Obras
Ibrahím y los otros. Montevideo, Editorial Monte Sexto, 1990. Premio Nacional de Literatura del MEC (Uruguay) - Categoría narrativa: cuentos cortos.
Primera luna. Montevideo, Editorial Monte Sexto, 1991. Cuentos cortos.
El otro circo. Montevideo, Editorial Monte Sexto, 1992. Cuentos cortos.
Pueblo blanco. Montevideo, ByC Editoras, 1997. Novela.
Sorginkeria. Montevideo, Editora Planeta, 2007. Novela.
Ha participado de antologías y recibido menciones por dos de sus cuentos: «El alquimista», en Flores de viento, La lectora impertinente y otros cuentos, Federación Uruguaya del Magisterio y Ediciones de la Banda Oriental, Montevideo, 1990; y «El cielo y el infierno de Marina Indarte», en Antologia sem fronteiras - Antología sin fronteras, Movimento, 2001. Este último y su cuento «Primera luna» fueron traducidos al portugués por Sergio Faraco y José Eduardo Degrazia, respectivamente.