Pronto serán las siete y Leonel llegará con su puntualidad inglesa cuando estén dando las campanadas. Dejará su sombrero en el perch...
Pronto serán las siete y Leonel llegará con su puntualidad inglesa cuando estén dando las campanadas. Dejará su sombrero en el perchero y me besará distraídamente. Luego nos quedaremos en silencio, evitando mirarnos.
Yo ya no deseo ver a Leonel, aunque a pocas personas quiero más.
Él tampoco quiere verme, aunque sé que paga mi viejo afecto con la misma moneda. Pero nos une algo más fuerte que el amor, la amistad o la costumbre: un lazo de horror cómplice que solo se romperá con la muerte.
Hace más de treinta años que conozco a Leonel. Nos puso en contacto la afición de escribir. Cuando nos hicimos viejos y nos quedamos solos con nuestro aburrimiento de jubilados padres de hijos adultos, empezamos a reunirnos todas las noches. Escribimos muchas cosas en conjunto.
Fue en una de esas veladas, cuando el mundo se circunscribía gozosamente al escritorio lleno de papeles. Este escritorio donde ahora nos sentaremos a rumiar nuestro desconcierto, nuestra culpa. Sin fuerzas para recomponer los fragmentos de la realidad que se nos hizo trizas.
Ya no recuerdo el tema del cuento que escribíamos juntos. Nunca lo terminamos… o tal vez sí. Ya no sé.
Logo serão as sete, e o Leonel chegará com sua pontualidade britânica quando os sinos estiverem tocando. Deixará o seu chapéu no cabideiro e me beijará distraidamente. Depois ficaremos em silêncio, evitando nos olharmos.
Eu já não anseio ver o Leonel, embora haja poucas pessoas a quem quero mais.
Ele também não quer me ver, embora eu saiba que ele paga meu velho afeto na mesma moeda. Mas nos une algo mais forte que o amor, a amizade ou o costume: um laço de horror cúmplice que só se quebrará com a morte.
Faz mais de trinta anos que eu conheço o Leonel. Aproximou-nos a afeição pela escrita. Quando nos tornamos velhos e ficamos sozinhos com nosso tédio de aposentados pais de filhos adultos, começamos a nos reunir todas as noites. Escrevemos muitas coisas em conjunto.
Foi num desses saraus, quando o mundo se circunscrevia prazerosamente ao escritório cheio de papéis. Este escritório, onde agora nos sentaremos a ruminar nosso desconcerto, nossa culpa. Sem forças para recompor os fragmentos da nossa realidade que se fez cacos.
Já não lembro o assunto do conto que escrevíamos juntos. Nunca o terminamos… ou talvez sim. Já não sei.
Nos centramos en el personaje: un mendigo en una ciudad pequeña. Discutíamos, como siempre. Yo quería un vistazo realista de un cierto modo de vida, algo con un trasfondo social. Leo quería algo simbólico, de leer entrelíneas. Lo de siempre.
A los tropezones, gestamos nuestro mendigo, sin ponernos del todo de acuerdo.
Para ganar tiempo, mientras encontrábamos el perfil de personalidad adecuado, delineamos su aspecto exterior. Nos salió un mendigo ya muy viejo, de pelo largo y enmarañado totalmente blanco, con un saco a cuadros, de esos que dejaron de usarse hace años. El saco le ajustaba penosamente en las sisas, y asomaban por las rotas bocamangas los bordes de dos o tres buzos deshilachados y superpuestos. Arrastraba un poco un pie al caminar y, por conformar a Leo, que lo quería ciego, tenía un ojo cubierto de nubes.
Sorpresivamente, Leo llegó a buscarme ese domingo por la mañana. Venía muy excitado, pero no quiso decirme nada.
—Quiero que veas esto —fue todo lo que pude sacarle mientras me arrastraba a la plaza, frente a la iglesia principal.
—Allí —me indicó tembloroso.
Nós nos centramos no personagem: um mendigo numa cidade pequena. Discutíamos, como sempre. Eu queria uma visão realista de um certo modo de vida, algo com um pano de fundo social. O Leo queria algo simbólico, de ler entrelinhas. O de sempre.
Aos tropeções, gestamos o nosso mendigo, sem estarmos de acordo em tudo.
Para ganhar tempo, enquanto encontrávamos o perfil de personalidade adequado, delineamos seu aspecto exterior. Saiu um mendigo já muito velho, de cabelo longo e emaranhado totalmente branco, com um paletó xadrez, desses que deixaram de ser usados faz anos. O casaco lhe ajustava penosamente as cavas, e assomavam pelos rasgados punhos as bordas de dois ou três suéteres desfiados e sobrepostos. Arrastava um pouco o pé ao caminhar e, para conformar o Leo, que o queria cego, tinha um olho coberto de nuvens.
Inesperadamente, o Leo veio me buscar nesse domingo pela manhã. Vinha muito excitado, mas não quis me dizer nada.
— Quero que vejas isto — foi tudo o que consegui arrancar dele enquanto me arrastava para a praça, em frente da igreja principal.
— Lá — me indicou, trêmulo.
Entonces lo vi, sentado en la escalinata de la iglesia, con el saco estrecho en las sisas y las mangas deshilachadas de lana sobresaliendo. Seguía a la gente con su único ojo bueno, y a veces revolvía con ambas manos el pelo blanco y enmarañado.
—Increíble —fue lo que atiné a decir.
Charlando como cotorras —casi nos agarra un auto—, volvimos a mi casa. Era increíble, realmente. Comentamos y discutimos largamente el asunto. Llegamos a la conclusión de que debimos ver al hombre en algún momento, sin prestarle atención, y luego, inconscientemente, al crear nuestro mendigo, le fuimos poniendo sus rasgos. Era bastante raro. En un pueblo todos se conocen y yo sabía que nunca había visto a aquella criatura que forjamos en el papel. Pero no había otra explicación posible.
La noche del lunes Leo vino más temprano que de costumbre, y tan entusiasmado que se olvidó de renegar por mis ininterrumpidos cigarrillos y de su teatro habitual de ahogo por el humo. Hasta olvidó contarme por milésima quinta vez lo penoso de su asma infantil, y yo, mandarlo por milésima sexta al carajo y recordarle que, pese a todo, siempre llevaba un encendedor en el bolsillo para las numerosas veces que yo perdía el mío. Hablamos febrilmente, comentando de nuevo la extraña coincidencia y buscando nuevos ángulos al caso.
Então o vi, sentado na escadaria da igreja, com o paletó apertado nas cavas e as mangas desfiadas de lã sobressaindo. Seguia as pessoas com seu único olho bom e, às vezes, mexia com ambas as mãos o cabelo branco e emaranhado.
— Incrível — foi o que atinei em dizer.
Falando como papagaios — um carro quase nos pega — voltamos a minha casa. Era incrível, realmente. Comentamos e discutimos longamente o assunto. Chegamos à conclusão de que devíamos ter visto o homem em algum momento, sem prestar-lhe atenção, e, depois, inconscientemente, ao criar nosso mendigo, fomos colocando-lhe seus traços. Era bastante estranho. Em uma cidade pequena todos se conhecem, e eu sabia que nunca tinha visto aquela criatura que forjamos no papel. Mas não havia outra explicação possível.
Na noite de segunda-feira, o Leo veio mais cedo que de costume, e tão entusiasmado que se esqueceu de praguejar por meus ininterruptos cigarros e de seu teatro habitual de asfixia pela fumaça. Até esqueceu de me contar pela milésima quinta vez quão penosa foi sua asma infantil, e eu de mandá-lo pela milésima sexta à merda e de lembrar-lhe que, apesar de tudo, sempre levava um isqueiro no bolso para as numerosas vezes que eu perdia o meu. Falamos febrilmente, comentando de novo a estranha coincidência e buscando novos ângulos para o caso.
—¿Quién decidió que rengueara? —pregunté, recordando que no lo habíamos visto andar.
—Vos, quién más. Adorás las rengueras —me punzó malignamente Leo, aludiendo a un viejo cuento mío que él detestaba y que en realidad era muy malo.
Cuando oímos las campanas llamando a misa, nos miramos. Leonel y yo hemos llegado a pensar al unísono al cabo de casi cuarenta años.
—¿Vamos? —preguntó.
Tomé mi abrigo y le alcancé el suyo.
Como un par de espías furtivos, nos quedamos mirando la entrada de la gente a misa, parados en la oscuridad de la esquina y muertos de frío. Nuestro hombre estaba allí. Cuando todos terminaron de entrar, se levantó para marcharse. Arrastraba un pie al caminar.
Volvimos en un delirio de excitación. Esa noche Leonel se fue casi a la una, yo llené el cuarto de humo y él no dijo ni pío. Le escribimos un nuevo trozo a la descripción del mendigo: un bastón. Ya que era rengo… pero no lo tenía cuando lo vimos anteriormente. Un bastón rústico, hecho con una vara gruesa.
— Quem decidiu que mancaria? — perguntei, lembrando que não o tínhamos visto andar.
— Tu, quem mais! Adoras as manqueiras — o Leo me alfinetou malignamente, aludindo a um velho conto meu que ele detestava e que, na verdade, era muito ruim.
Quando escutamos os sinos chamando para a missa, nos olhamos. O Leonel e eu chegamos a pensar em uníssono ao cabo de quase quarenta anos.
— Vamos? — perguntou.
Peguei meu casaco e lhe entreguei o dele.
Como uma dupla de espiões furtivos, ficamos olhando as pessoas entrarem na missa, em pé, na escuridão da esquina, e mortos de frio. Nosso homem estava ali. Quando todos terminaram de entrar, ele se levantou para ir embora. Arrastava um pé ao caminhar.
Voltamos em um delírio de excitação. Nessa noite, o Leonel foi embora quase à uma, eu enchi o quarto de fumaça e ele não deu nem um pio. Escrevemos um novo trecho na descrição do mendigo: uma bengala. Já que era manco… mas não usava quando o vimos anteriormente. Uma bengala rústica, feita com uma vara grossa.
A la tardecita siguiente nos fuimos, sin consultarnos, a la plaza. Riéndonos un poco de nosotros mismos, de nuestra chiquilinada de viejos.
—Estamos chochos, compañera —afirmaba mi amigo.
—Completamente —concordaba yo. Pero en un momento le pregunté:
—Leo… ¿realmente esperás que venga hoy con bastón como el que nosotros…?
Él no me contestó. Nos quedamos en silencio mirando la esquina. De pronto ya no era divertido. Como dos niños, nos acercamos instintivamente uno al otro buscando protección. El mendigo venía en dirección a la iglesia. Traía un bastón rústico, de palo.
Volvimos sin hablar. Nos encerramos en la biblioteca. Estábamos asustados. Pensamos y repensamos. Barajamos la posibilidad de discutirlo con alguien, pero desistimos: nadie tomaría en serio a un par de viejos literatos locos.
Cuando Leonel se fue, me senté a la máquina y le escribí otro trozo a la historia: una niña de abrigo azul se acercaba al mendigo y le daba una rosquita de las que traía en una bolsa.
Na tardinha seguinte, fomos, sem nos consultar, para a praça. Rindo um pouco de nós mesmos, de nossa traquinagem de velhos.
— Estamos gagás, companheira — afirmava meu amigo.
— Completamente — eu concordava. Mas em determinado momento lhe perguntei:
— Leo… realmente tu esperas que venha hoje de bengala, como a que nós…?
Ele não me respondeu. Ficamos em silêncio, olhando a esquina. De repente, já não era divertido. Como duas crianças, nos aproximamos instintivamente um do outro, buscando proteção. O mendigo vinha em direção à igreja. Trazia uma bengala rústica, de pau.
Voltamos sem falar. Nós nos trancamos na biblioteca. Estávamos assustados. Pensamos e repensamos. Consideramos a possibilidade de discutir o assunto com alguém, mas desistimos: ninguém levaria a sério um par de velhos literatos loucos.
Quando o Leonel foi embora, me sentei em frente à máquina e escrevi outro trecho da história: uma menina de casaco azul se aproximava do mendigo e lhe dava uma rosquinha que trazia em uma sacola.
No vi a Leonel hasta el domingo. Ese día apareció otra vez de mañana, contrariando la costumbre. Traía unas hojas escritas a máquina.
—Lo estuve pensando bien, Helena. Nos estamos dejando ganar por la imaginación, por el desvarío…
Miré a Leo y, a pesar de lo mucho que lo conozco, no pude saber si en verdad creía en lo que decía, pero me pareció que sí. Sacudió las hojas frente a mí.
—Terminé el cuento. Ahora vamos a la plaza y vas a ver el final de todo esto. Todo es una casualidad, un truco de nuestro subconsciente.
Saqué mi propio trozo de cuento, lo guardé en el abrigo, y seguí a Leo calle abajo. Caminamos en el frío de la mañana, animadamente. Deseaba tanto que él me convenciera.
—Pero Leo, el bastón de palo…
—Helena, si lo vimos y lo olvidamos, y lo recreamos por un recuerdo inconsciente, bien pudimos verlo con el bastón, ¿acaso no es rengo?
Não vi o Leonel até o domingo. Nesse dia, apareceu outra vez de manhã, contrariando o costume. Trazia algumas folhas escritas a máquina.
— Estive pensando bem, Helena. Estamos nos deixando vencer pela imaginação, pelo desvario…
Olhei o Leo e, apesar de muito conhecê-lo, não pude saber se, na verdade, acreditava no que dizia, mas me pareceu que sim. Sacudiu as folhas na minha frente.
— Terminei o conto. Agora vamos à praça e vais ver o final de tudo isso. Tudo é uma casualidade, um truque do nosso subconsciente.
Tirei meu próprio trecho de conto, guardei no casaco e segui o Leo rua abaixo. Caminhamos no frio da manhã, animadamente. Desejava tanto que ele me convencesse.
— Mas, Leo, a bengala de pau…
— Helena, se o vimos e esquecemos, e o recriamos por uma lembrança inconsciente, bem que pudemos vê-lo com a bengala, por acaso não é manco?
Tenía, en realidad, una cierta lógica, y lógica era lo que yo estaba necesitando. Llegamos a la plaza. Nuestro mendigo estaba en su lugar, en las gradas de la escalera. Nos sentamos mientras yo leía el final del cuento escrito por Leo: un taxi atropellaba al hombre. Describía —con un realismo que aprecié— la gente agolpándose en el horror y la curiosidad del momento y dispersándose luego con la indiferencia de lo que no llega realmente.
Devolví las hojas y las iba a comentar cuando me quedé mirando la vereda. Leo me hablaba:
—…y enfrentado a una situación límite, algo que escape totalmente del detalle visual, vas a ver que no…
No oí el resto. Una criatura de abrigo azul venía hacia la plaza. Traía una bolsita de rosquitas azucaradas.
Llevé la mano al abrigo y saqué mi trozo de cuento con un temblor convulsivo.
La niña miró al hombre y en un gesto rápido, como si se avergonzara un poco, le dio una rosquita. Me volví a Leo como en una pesadilla. Le puse mi papel ante los ojos. A medida que leía las cortas líneas, el rostro de mi amigo se iba poniendo gris. Nos miramos, llenos de silencioso terror. El mendigo terminó su rosquita y, levantándose con dificultad, se dirigió renqueante hacia el cordón.
Tinha, na verdade, uma certa lógica, e lógica era de que eu estava precisando. Chegamos à praça. Nosso mendigo estava em seu lugar, nos degraus da escadaria. Nós nos sentamos enquanto eu lia o final do conto escrito pelo Leo: um táxi atropelava o homem. Descrevia — com um realismo que apreciei — as pessoas aglomerando-se no horror e na curiosidade do momento, e se dispersando depois com a indiferença do que não sensibliza realmente.
Devolvi as folhas e ia comentá-las quando fiquei olhando para a calçada. O Leo me dizia:
—…e enfrentado uma situação limite, algo que escape totalmente do detalhe visual, vais ver que não…
Não ouvi o resto. Uma criança de casaco azul vinha para a praça. Trazia uma sacolinha de rosquinhas açucaradas.
Levei a mão ao casaco e tirei meu trecho de conto com um tremor convulsivo.
A menina olhou o homem e, em um gesto rápido, como se estivesse um pouco envergonhada, lhe deu uma rosquinha. Eu me virei para o Leo como em um pesadelo. Coloquei meu papel em frente a seus olhos. À medida que lia as curtas linhas, o rosto de meu amigo ia ficando cinza. Nós nos olhamos, cheios de silencioso terror. O mendigo terminou sua rosquinha e, levantando-se com dificuldade, dirigiu-se mancando ao meio-fio.
Sacudí a mi compañero.
—¡El papel, Leo!… El mío no, el tuyo… ¡Hay que destruirlo! —Estaba histérica—. ¡Quemalo, Leo!
Él, con la cara gris, tanteaba con torpeza los bolsillos en busca del encendedor. Febrilmente lo saqué yo misma de su bolsillo interior, pero no pude sostenerlo. Leonel lo levantó. Mientras accionaba con desesperación el encendedor que no prendía, oímos un chirrido de frenos. Un taxímetro amarillo huyó a toda velocidad calle abajo, y un montón de gente se agolpó de pronto sobre la esquina, hablando en voz alta. No podíamos ver lo que miraban, pero ya lo sabíamos. Un hilillo corrió espantosamente por entre el bosque de piernas. Rojo. Tinta roja de escritores locos y homicidas.
Un siglo después nos levantamos del banco. Leo me rodeó los hombros con su brazo, para ampararme o para sostenerse él, o las dos cosas. Sin mirarme, me habló con voz vacía:
—Vos querías realismo…
Me detuve y le aferré la camisa con mis duras uñas, por debajo del abrigo. Lo lastimé intencionada, cruelmente:
—¡Vos escribiste el final!
Sacudi meu companheiro.
— O papel, Leo!…O meu não, o teu… Temos que destruí-lo! — Estava histérica. — Queima, Leo!
Ele, com o rosto cinza, apalpava torpemente os bolsos à procura do isqueiro. Febrilmente, eu mesma o tirei de seu bolso interior, mas não pude segurar. O Leonel pegou. Enquanto acionava, desesperadamente, o isqueiro que não acendia, escutamos o cantar de freios. Um táxi amarelo fugiu a toda velocidade rua abaixo, e um montão de gente se aglomerou repentinamente na esquina, falando em voz alta. Não podíamos ver o que olhavam, mas já sabíamos. Um filete correu espantosamente por entre o bosque de pernas. Vermelho. Tinta vermelha de escritores loucos e homicidas.
Um século depois nos levantamos do banco. O Leo rodeou meus ombros com seu braço, para me amparar ou se sustentar, ou as duas coisas. Sem me olhar, falou com voz vazia:
— Tu querias realismo…
Eu me detive e segurei sua camisa com minhas duras unhas, por debaixo do casaco. Machuquei-o com intenção, cruelmente:
— Tu escreveste o final!
Fueron las últimas palabras que nos cruzamos. Nunca volvimos a hablar.
La campanilla de la puerta. Pronto sonará el arrastrar de la cancel, Leo entrará, me besará distraídamente y nos sentaremos. Sin mirarnos. Con miedo de lo que podríamos encontrar en los ojos del otro: «Vos querías realismo. Vos escribiste el final».
Sin hablarnos. Balanceándonos como en una invisible hamaca en un eterno signo de interrogación.
Foram as últimas palavras que trocamos entre nós. Nunca mais voltamos a falar.
A campainha da porta. Logo soará o arrastar da porta do saguão, o Leo entrará, me beijará distraidamente e nos sentaremos. Sem nos olharmos. Com medo do que poderíamos encontrar nos olhos do outro: “Tu querias realismo. Tu escreveste o final”.
Sem nos falarmos. Balançando-nos em uma invisível rede em um eterno sinal de interrogação.
Traduzido por Manuela Pequera e Amanda Duarte Blanco