En Uruguay, la crónica no goza de la misma divulgación, fama y fortuna crítica que en Brasil. Por caminos que se bifurcan a lo largo del siglo XX y XXI, los medios uruguayos no tienen un espacio demasiado amplio para la crónica o para el periodismo narrativo (este último término más usual en el Río de la Plata). Pero Apegé, acrónimo de Álvaro Pérez García (San José, Uruguay, 1974), ha logrado establecer y consolidar un espacio para la crónica desde la prensa diaria en el que vale la pena detenerse. Ya sea por la sección titulada «Ciudad ocre», publicada entre 2014 y 2015 y de la que provienen los textos que ofrece Pontis en esta edición, como por «Decirlo todo», título de la columna que actualmente entrega a la diaria todas las semanas, estamos frente a textos que trascienden los límites de una geografía en particular, pero que tienen un estilo propio y original.
En las crónicas, Apegé no le teme a la provocación, a compartir el dolor, al riesgo de transformar la experiencia en letra descarnada y comprometida, precisamente en el espacio del periódico, de la supuesta imparcialidad de la noticia. Y es quizás ese espacio el que potencia el gesto de una escritura que deambula, que busca por medio de oraciones que inquieren, en el que leemos la oscilación entre lo descarnado y lo casi místico, lo popular y lo erudito. O entre su visión y la que imagina del lector, superponiéndose. Como escribió él mismo: «esté el yo rabioso o el nosotros soñado, siempre se trata de construir un territorio (o un texto), un límite, un discurso que hagan de esa esquizofrenia sígnica una máquina de sentidos»1 (Apegé, 2014: 60)2. Mientras podríamos también leer esa afirmación con relación al territorio montevideano, escenario de muchas de sus crónicas, es posible además pensarla como territorio de la crónica dentro del periódico, desde la que se defiende la posibilidad del «yo», de la observación a contramano o de la pincelada poética.
Notas
1 APEGÉ. «Prosas del yo». En Prohibido pensar. Año i, n.º 3 / julio-agosto 2014, pp. 57-68.
Lo que sigue son fragmentos de una conversación en pleno setiembre montevideano, un día en que la ciudad parecía más gris que nunca (ciudad no ocre, pero igual a prueba de cualquier atisbo de primavera). Inevitable imaginarla como aquella ciudad que, según Apegé, «me conmueve, perturba y descentra. Este cuerpo enjuto y esta mente atrofiada que busca la epifanía se dirimen en las luces y en las sombras de la ciudad y persiguen descifrar sus sentidos políticos, estéticos y, empecinadamente, los místicos, esos que provocan una fuga, un lugar aún no descrito o descubierto, de la ciudad y de mí mismo» (ibídem: p. 61).
Álvaro, ¿por qué crónica?
La primera nota que publiqué en Brecha fue en el 2001, era una crónica sobre la Fiesta X. Yo estudiaba Comunicación en ese entonces y se la presenté a Rosalba Oxandabarat. Era un texto con un «yo» rabioso en un medio escrito en el que no se usaba mucho la primera persona. Escribo crónica porque es lo más cercano a la literatura que hay en el periodismo. Pero hoy ni siquiera creo que haga crónica, sino algo parecido al ensayo, una mezcla de géneros producto de haber escrito mucha crónica y seguir probando otras cosas. Es bueno para salir de uno. A mí me gusta viajar, tener que moverme, el encuentro con el otro, dejar de pensar en uno mismo… Diría que la crónica es una interrupción disruptiva dentro de la narrativa periodística, pero tenés que ser consciente de ese pacto, que no siempre es claro para todo el mundo.
¿Cuáles dirías que son tus influencias en la escritura cronística?
No tengo referentes en crónica, aunque haya leído a grandes cronistas, sino en la literatura, novelistas que hacen un uso del «yo» que me interesa, como Thomas Bernhard o Sándor Márai. Soy un diletante por naturaleza, influenciado capaz más por el cine, por esa imagen que puede contener una mirada ideológica, una mirada existencial. Al mismo tiempo, me interesa rescatar un lenguaje antiguo, palabras que salen de algún lugar y terminan en mi texto, que capta lo que viene de la intuición. Quiero verlo todo, escribirlo todo. Todo es narrable, y eso es algo que hoy he podido manejar mejor.
En tus crónicas convive una estetización de la realidad con la visceralidad del dolor crudo, un lenguaje que provoca, que remueve, ¿es deliberado?
Estoy convencido de que se puede practicar una escritura culta y popular a la vez. Quiero que, por ejemplo, un obrero me lea y le llegue. Han pasado cosas que a veces me cuesta manejar espiritualmente, como con la serie «Ciudad Ocre». Una vez un obrero me escribió contándome que tenía tres hijos, que laburaba todo el día, y que lo único de literatura que leía en la semana era «Ciudad Ocre». Facebook, por ejemplo, te habilita esa vinculación con gente. Tengo una amiga psicoanalista que me dijo que hay tres pacientes suyas, mujeres, de entre 30 y 40 años, que a veces le llevan textos míos a las sesiones. Es algo que me cuesta visualizar. Yo escribo como forma de salvarme, gracias a las experiencias traumáticas. Quiero también incidir en las sensibilidades contemporáneas.
Trabajaste diez años en Brecha y desde el 2014 escribís crónicas para la diaria, además de coordinar el suplemento Incorrecta dentro del mismo medio. ¿Cuáles dirías que son tus influencias periodísticas en el Uruguay?
Para mí Brecha y su equipo de la sección «Cultura» fue fundamental. Casi todas mujeres. Rosalba Oxandabarat, Sofi Richero, Ana Inés Larre Borges, María José Santacreu o Alicia Migdal. Más que cronistas son periodistas culturales, pero con una formación y una sensibilidad que excede en mucho la atadura a cualquier género. A través de sus lecturas sobre la literatura y el cine (los famosos críticos que hacen nueva obra con la obra reseñada de Wilde), yo amplié mi mirada y percepción.
Sos del interior…
En realidad «era» de San José, en tiempo pasado. No me gusta para nada ese pueblo. Blanco, bagual, profundamente conservador, machista, agresivo. En mi casa no había libros. Fue gracias a una amiga con la que estudiaba, hija de obreros cultos, que tenían una biblioteca, que entré en contacto con las obras completas de Oscar Wilde. Me llevaba de noche el libro y al día siguiente lo devolvía. Era como un gesto aristocrático de lo que no tenía en mi casa. Hoy estoy escribiendo sobre la época de mis 16, 17 años, el preámbulo de venir a Montevideo. Nunca supe si iba a poder venirme hasta la semana anterior. Al final, me colé en la casa de la abuela de una amiga, invadí esa casa y no volví más. Al mes conseguí trabajo y las cosas empezaron a mejorar.
Tu libro Injuria tiene estampada también esa necesidad de contar la experiencia personal, física, visceral. ¿Es lo mismo en el periodismo?
Rosalba me dijo que en el periodismo «Al “yo” hay que ganárselo, viejo». Ana Inés Larre Borges me dijo que la crónica es el género de los contrastes. Yo creo que vas generando un espacio de belleza y de repente le das el hachazo en la cabeza al lector, y a vos mismo. Eso es una conquista, un guiño. ¿Por qué interpelo todo el tiempo? Porque me estoy interpelando a mí mismo. Escribo en el lugar de los que no tienen lenguaje, decía Artaud. Por un tiempo fui a un prostíbulo disfrazado de boliche y me hice amigo de las prostitutas, pero yo sabía que eso iba a ser texto. Cuando salió publicado yo me tuve que hacer cargo, mostrárselo. Y la sorpresa fue mayúscula: lo compartieron entre ellas, con sus hijos, con algunos clientes. Todo eso está mediado por la intuición, por mi mirada que siempre estoy analizando.
¿Te editan los textos en la prensa?
Casi nada. Fue un proceso lento, difícil. En la diaria Lucas Silva se la jugó mucho por mí. Hubo al principio disidencias con algunas mujeres, porque usaba términos como «putas», ciertos adjetivos. Y yo soy terco, redoblo siempre la apuesta. El injuriado revierte el poder, como dice Didier Eribon, mina el lenguaje. Hay que ser irreverente hasta en el equívoco y no fundamentar la elección o vivir explicándose. Vivimos en un país viciado de fundamentación, estamos saturados. No me gusta salir a defender mis textos ni a aclararlos. Siempre digo lo mismo: «lo escrito, escrito está». Hay textos que generan mucho conflicto, como cuando cuestiono, por ejemplo, los discursos consabidos: los feministas, los de la diversidad, los progresistas. Pero creo que es parte de mi decir y responsabilidad de todo escriba: pensar, hacer preguntas, pelear con los discursos instalados.
En el momento de la traducción, el color ocre para los brasileros no era tan usual como lo es para un uruguayo. ¿Cuál es tu referencia de color ocre?
Para mí es el color de la luz cine y de los carteles de los ómnibus de CUTCSA de noche. O la iluminación de las calles empedradas de noche, de la calle Inca, por ejemplo.
¿Qué implica para un escritor que sus textos sean traducidos a otro idioma?
Ser leído en otra lengua que no es la propia ya es todo un desafío o una aventura; en realidad, un halago. Ser leído en otra lengua —una que uno no maneja del todo— abre las fronteras de tu propio idioma, tu narrativa se va leer en el idioma de otro, no sabés cómo se va a leer, qué significados van a adquirir esas palabras, esa narrativa, esa «pieza» que vos construiste. Es extender las fronteras de tu narrativa hacia otros idiomas, otras personas, otras culturas. Ser traducido me parece que es, de alguna forma, un privilegio y un honor para cualquier escritor.
Entrevista realizada por Rosario Lázaro Igoa
Obras y actividad periodística
Injuria. Montevideo, Criatura editora, 2011.
Provinciano. Buenos Aires, El 8vo. loco editores y Tren en movimiento, 2016.
Fue periodista y editor del semanario Brecha entre los años 2004 y 2012.
Escribió semanalmente para el periódico la diaria, durante 2014 y 2015, crónicas sobre Montevideo, en la sección titulada «Ciudad ocre». Actualmente, publica una columna semanal en el mismo diario, «Decirlo todo», que aborda temáticas sociales, políticas y culturales.
Desde 2015 coordina y edita el suplemento mensual Incorrecta del mismo periódico, dedicado a temas variados, tales como temáticas afro, diversidad sexual y migraciones.
Es parte del Consejo asesor y escribe en la revista de ensayos Prohibido Pensar, dirigida por el filósofo Sandino Núñez.