Una tarde de verano, Boris Stolowics se quitó totalmente la ropa y salió a la calle. Desnudo, pálido, huesudo y sin apuro, empezó a ...
Una tarde de verano, Boris Stolowics se quitó totalmente la ropa y salió a la calle. Desnudo, pálido, huesudo y sin apuro, empezó a caminar por la vereda de la sombra, disfrutando del relativo fresco de las baldosas recién baldeadas. A los cincuenta y seis años era la primera vez que se enfrentaba al mundo sin sus cómodos pantalones anchos, y el único síntoma de contrariedad era no saber qué hacer con las manos, no disponer de los profundos bolsillos de excobrador. Por eso deambulaba un poco envarado y con los brazos algo separados del cuerpo, tiesos como si los llevara entablillados.
Iba descalzo, y a cada paso extrañaba el chirriar de las suelas arqueadas hacia arriba, producto de la malformación de las plantas de sus pies, estropeadas por años de persecución inmisericorde de deudores. Por lo demás, Boris no extrañaba más nada: la caminata prometía ser la misma de cada tarde. Idéntico itinerario, misma hora: tres cuadras hacia la avenida, dos más por esta hacia la tienda en donde encontraría a su esposa, invariablemente rezongando a la empleada que había dejado abierta la caja de los dedales o había medido mal un metro de tela. Desde allí —intercambiadas ya las frases obvias y gastadas—, una cuadra y media más hasta el banco, la cola para el trámite de depósito, la mirada aburrida del cajero, el vago recuerdo de su primera alcancía en ese olor indefinible a dinero encerrado.
Em uma tarde de verão, Boris Stolowics tirou completamente a roupa e saiu para a rua. Nu, pálido, ossudo e sem pressa, começou a caminhar pela calçada da sombra, desfrutando do relativo frescor das lajes recém-aguadas. Aos cinquenta e seis anos, era a primeira vez que se enfrentava ao mundo sem suas confortáveis calças folgadas, e o único sintoma de contrariedade era não saber o que fazer com as mãos, não dispor dos profundos bolsos de ex-cobrador. Por isso, perambulava um pouco altivo e com os braços um tanto separados do corpo, rígidos como se usasse talas.
Ia descalço e, a cada passo, sentia saudades do chiar das solas arqueadas para cima, produto da malformação das plantas dos seus pés, estragadas por anos de perseguição imisericordiosa de devedores. Fora isso, Boris não sentia saudades de mais nada: a caminhada prometia ser a mesma de todas as tardes. Idêntico itinerário, mesma hora: três quadras para a avenida, mais duas por esta para a loja, onde encontraria a sua esposa, invariavelmente resmungando com a empregada que tinha deixado aberta a caixa dos dedais ou tinha medido errado um metro de tecido. Dali — trocadas já as frases óbvias e gastas —, uma quadra e meia mais até o Banco, a fila para o trâmite de depósito, o olhar aborrecido do caixeiro, a vaga lembrança de seu primeiro cofrinho nesse cheiro indefinível de dinheiro enclausurado.
Con el comprobante arrugado entre sus dedos, media cuadra hasta el Bar Ciclón, la última mesa del fondo, junto a la puerta de la peluquería, el té a la rusa con mandiocas, los comentarios del mozo sobre los últimos mil metros de la sexta del domingo, la llegada de Elías con su tablero de ajedrez, las moscas sobre los restos de azúcar y el olor fétido de los sucios baños cercanos a la mesa.
Hoy hay una diferencia: Boris puede sentirla en esa ausencia de peso que alivia sus hombros del forro, entretelas, hombreras y casimir del saco cruzado y manchado de grasa que ha quedado colgado de la silla del dormitorio. El nudo de la corbata ya no oprime su cuello, y sí las muñecas de la empleada, que con el pretexto de ordenar su cuarto, tender su cama y vaciar el contenido de su taza de noche, no hace más que vigilarlo, escrutar en sus más mínimos gestos hasta descubrir el primer aviso del infarto tan temido.
En cuanto a la camisa, los calzoncillos y el pantalón, han servido para amordazar uno e inmovilizar otros: ya no son ropa, apenas un amasijo de vueltas y nudos que posibilita la huida.
Com o comprovante amassado entre seus dedos, meia quadra até o Bar Ciclón, a última mesa do fundo, ao lado da porta do salão de beleza, o chá à russa com mandiocas, os comentários do garçom sobre os últimos mil metros do sexto do domingo, a chegada de Elías com seu tabuleiro de xadrez, as moscas sobre os restos de açúcar e o cheiro fétido dos sujos banheiros próximos da mesa.
Hoje tem uma diferença: Boris pode senti-la nessa ausência de peso que alivia seus ombros do forro, entretelas, ombreiras e caxemira do paletó transpassado e manchado de gordura pendurado na cadeira do quarto. O nó da gravata já não oprime seu pescoço, e sim os pulsos da empregada, que, com o pretexto de arrumar o quarto dele, fazer sua cama e esvaziar o conteúdo de seu vaso noturno, não faz mais do que vigiá-lo, escrutar seus mais mínimos gestos até descobrir o primeiro aviso do infarto tão temido.
Quanto à camisa, às cuecas e às calças, uma serviu para amordaçar e outras para imobilizar: já não são roupas, apenas uma confusão de voltas e nós que possibilita a fuga.
A sesenta metros de la puerta de su casa, Boris tiene la certeza de no haber sido visto aún: el sol mantiene cerradas las celosías y entornadas las puertas canceles de los zaguanes vacíos. En ese punto de la caminata, próximo al almacén de Carlo Falduti, la sombra se fragmenta en manchones de luz caliente que se filtra desde las copas de los plátanos y la biblioteca ante los ojos de Boris, sustrayéndolo al tránsito y a los peatones que ya deben estar señalándolo.
—Signore Boris: due settimani, questa libreta mi fa male.
La voz le llegó desde el costado, chillona, urgente y con un dejo de ahogo en la última palabra, un tono italianamente trágico y desaforado. Enseguida Boris vio el rostro redondo y encendido de Falduti, la camisa abierta y transpirada, el pantalón rayado y bolsudo en las rodillas, Carlo Falduti vestido, reclamándole un dinero que ya no puede ganar.
—Questo non é una Societá di Beneficenza. Hai capito?
Boris vio cómo el hombre desaparecía detrás de unos cajones de soda, lanzando más imprecaciones que surgían de manera amontonada de su boca desdeñosa y con aliento a ajo. Le había dicho las dos frases en forma rápida: una especie de emboscada verbal tendida a su paso y desarrollada sin mirarle una sola vez a los ojos, prescindiendo quizá del resto del cuerpo, única explicación posible para que no advirtiera la desnudez, la elemental falta de bolsillos para ponerse al día con la manoseada libreta.
A sessenta metros da porta da sua casa, Boris tem a certeza de não ter sido visto ainda: o sol mantém fechadas as persianas e entreabertas as portas dos saguões vazios. Nesse ponto da caminhada, próximo à mercearia de Carlo Falduti, a sombra se fragmenta em manchões de luz quente que se filtra entre as copas dos plátanos e a biblioteca diante os olhos de Boris, afastando-o do trânsito e dos pedestres que já devem estar apontando para ele.
— Signore Boris: due settimani, questa libreta mi fa male.
A voz lhe chegou de lado, estridente, urgente e com um toque de angústia na última palavra, um tom italianamente trágico e desmesurado. Em seguida Boris viu o rosto redondo e aceso de Falduti, a camisa aberta e suada, as calças listradas e estiradas nos joelhos, Carlos Falduti vestido, reclamando-lhe um dinheiro que já não pode ganhar.
— Questo non é una Societá di Beneficenza. Hai capito?
Boris viu como o homem desaparecia detrás de uns engradados de soda, lançando mais imprecações que surgiam de maneira amontoada de sua boca desdenhosa e com hálito de alho. Tinha lhe falado as duas frases de um jeito rápido: uma espécie de emboscada verbal armada no seu caminho e desenvolvida sem olhar uma só vez para seus olhos, prescindindo talvez do resto do corpo, única explicação possível para que não advertisse a nudez, a elementar falta de bolsos para ficar em dia com o manuseado caderno.
Intentando pasar por alto la torpeza de Falduti, Boris Stolowics siguió caminando.
Al cruzar la primera bocacalle, esperó el sonido intempestivo de alguna bocina, un grito al menos. Solo pudo oír los ladridos de un perro, calcinándose sobre una azotea.
Cuando miró el tendido de la siguiente cuadra lo desconcertó el vacío, la ausencia de personas viniendo desde la avenida o yendo hacia ella. No había niños escapados de la siesta jugando a los indios o a la bolita. Ni siquiera el carnicero Valdez descabezaba un sueño en el escalón de la puerta, el mostrador ya vacío de trozos sanguinolentos y el afilador atravesado sobre la cuchilla. Por delante solo tenía el contraste de sombras y luces que se repartían la calle, algunos automóviles estacionados que lanzaban destellos desde sus cromados, la alternancia de plátanos y paraísos quietos en la tarde sin viento.
Tal vez la viuda Gómez estuviese instalada en su zaguán sombrío, abanicándose para siempre con su palmeta de mimbre, la gata Desdémona sobre el regazo y rodeada de macetas con plantas y jaulas de pájaros vacías.
Antes, cuando todavía podía soplar su saxo tenor, Boris le había compuesto —secretamente— una suerte de blues tangueado, titulado ampulosamente La viuda Gómez acaricia su gata junto a la maceta de cretonas, luego apocopado en Blues para la viuda.
Tentando passar por alto a lerdeza de Falduti, Boris Stolowics continuou caminhando.
Ao atravessar o primeiro cruzamento, esperou o barulho intempestivo de alguma buzina, um grito ao menos. Só conseguiu ouvir os latidos de um cachorro, calcinando-se num açoteia.
Quando olhou para os fios elétricos da quadra seguinte, ficou desconcertado com o vazio, a ausência de pessoas vindas da avenida ou indo para ela. Não havia meninos fugidos da soneca da tarde brincando de índios ou de bolinhas de gude. Nem sequer o açougueiro Valdez cabeceava num cochilo no degrau da porta, o balcão já vazio de pedaços sanguinolentos e o afiador atravessado sobre a lâmina. Por diante, só tinha o contraste de sombras e luzes que repartiam a rua, alguns automóveis estacionados que lançavam cintilações de seus cromados, a alternância de plátanos e paraísos quietos na tarde sem vento.
Talvez a viúva Gómez estivesse instalada no seu saguão sombrio, abanando-se para sempre com o seu leque de vime, a gata Desdêmona sobre o regaço e rodeada de vasos com plantas e gaiolas de pássaros vazias.
Antes, quando ainda podia soprar o seu saxofone tenor, Boris lhe compusera — em segredo — uma espécie de blues tangueado, intitulado pomposamente A viúva Gómez acaricia sua gata junto ao vaso das coleus, depois apocopado em Blues para a viúva.
Era una música extraña, ronca, caliente, fuera de todo el repertorio del Boris integrante de la Jazz Special, conjunto muy popular de la década del 40 en todo el cinturón de pueblos que rodean la capital. Ya en ese entonces, la viuda Gómez era viuda, pero veinte años más joven e inconsolable.
A treinta baldosas de la puerta de la viuda, Boris sintió algo más que liviandad de ropa, y los brazos rígidos a los costados se le aflojaron y adquirieron la consistencia de dos chorros de gelatina. No se trataba de vergüenza, tampoco de arrepentimiento. Era una sensación peor: supo que la viuda ya no estaría, anticipó la poltrona vacía, la cretona marchita y la gata flaca relamiéndose sobre el piso ajedrezado del zaguán. Ante esa ausencia, era inútil instalarse como una aparición bajo el pórtico combado y ofrecer la impudicia de su magra desnudez, el sexo ajado y raquítico que ya no puede interesar, sorprender y mucho menos escandalizar a esa mujer que había envejecido y enfermado sin ceder a sus asedios, al quejumbroso laberinto de su música ejecutada una noche junto a la ventana, a los tercos seguimientos por calles sombrías y a las esperas en confiterías discretas fumando y bebiendo un pernod tras otro.
Era uma música esquisita, rouca, quente, fora de todo o repertório do Boris integrante da Jazz Special, conjunto muito popular da década dos 40 em todo o cinturão de pequenas cidades que rodeiam a Capital. Já nesse momento, a viúva Gómez era viúva, mas vinte anos mais jovem e inconsolável.
A trinta lajes da porta da viúva, Boris sentiu algo mais que leveza de roupas, e os braços rígidos nos lados relaxaram e adquiriram a consistência de dois jorros de gelatina. Não se tratava de vergonha, tampouco de arrependimento. Era uma sensação pior: soube que a viúva não estaria, antecipou a poltrona vazia, a coleus murcha e a gata magra se lambendo sobre o chão xadrez do saguão. Diante dessa ausência, era inútil se instalar como uma aparição sob o alpendre curvado e oferecer a impudicícia de sua magra nudez, o sexo enrugado e raquítico que já não pode interessar, surpreender e muito menos escandalizar essa mulher que tinha envelhecido e adoecido sem ceder a seus assédios, ao queixoso labirinto de sua música executada numa noite junto à janela, às teimosas buscas por ruas sombrias e às esperas em confeitarias discretas fumando e bebendo um pernod depois do outro.
La viuda había sabido llevar el luto hasta sus últimas consecuencias. Sin embargo, siempre, y por encima de su resistencia, le había mirado con un destello de dolor arrepentido, con una súplica de liberación de las negras vestiduras, consumida por un fuego aún crepitante, la pasión interrumpida pero no satisfecha.
Frente a la puerta cerrada para siempre, la pintura descascarada y el bronce del picaporte cubierto de una pátina verdosa, Boris se detuvo apenas, aguzando toda la piel y sus sentidos, como si algo de la viuda todavía fluyese desde el interior de la casa vacía.
Con la sensación de regresar de un sueño llegó a la siguiente esquina bañado en transpiración. Se apoyó un instante en el buzón pintado de amarillo y empapelado con afiches de propaganda política. Encorvado por la invisible desgracia, respiró con dificultad una bocanada de aire húmedo, tibio, insuficiente. Pensó en la mujer atada en el dormitorio, sobre todo en sus ojos desorbitados y en las manos frenéticas, incapaces de zafar de la corbata.
«Ya voy, Sara», se dijo, iniciando el cruce de la calzada. Alguien pasó junto a él, saludándolo con amabilidad:
—¿Cómo está, don Boris, qué me dice de este tiempito…?
A viúva soube levar o luto até as últimas consequências. Porém, sempre, e por cima de sua resistência, tinha olhado para ele com um ar de dor arrependida, com uma súplica de liberação das negras vestimentas, consumida por um fogo ainda crepitante, a paixão interrompida, mas não satisfeita.
Frente à porta fechada para sempre, a pintura descascada e o bronze da maçaneta coberta de uma pátina verdosa, Boris mal se deteve, aguçando a pele toda e seus sentidos, como se algo da viúva ainda fluísse a partir do interior da casa vazia.
Com a sensação de voltar de um sonho, chegou na seguinte esquina banhado em suor. Apoiou-se um instante na caixa de correio pintada de amarelo e empapelada com cartazes de propaganda política. Curvado pela invisível desgraça, respirou com dificuldade uma lufada de ar úmido, morno, insuficiente. Pensou na mulher amarrada no quarto, sobretudo em seus olhos desorbitados e nas mãos frenéticas, incapazes de safar-se da gravata.
"Já vou, Sara", falou para ele mesmo, iniciando a travessia da rua. Alguém passou pelo seu lado, cumprimentando-o com amabilidade:
— Como está, seu Boris, o que me diz deste tempinho…?
¿Víctor?, ¿Asdrúbal?, ¿el joyero Panaskadópulos? No quiso darse vuelta ni responder al saludo. Atravesó el asfalto caliente como pisando huevos, la mirada fija en sus pies estropeados y ahora con las plantas sucias de alquitrán derretido. A menos de una cuadra de la avenida, pudo distinguir el urgente ir y venir de la gente y el lento desplazamiento de los omnibuses entrando y saliendo de la antigua Estación de Tranvías, ahora transformada en terminal urbana.
«Tal vez sea el momento de correr», pensó sin intención alguna de hacerlo, especulando con una remota agilidad que en otros tiempos lo había destacado en disciplinas olímpicas. Aquel corredor de media distancia, adolescente y con los pies normales, era ahora tan solo un par de fotografías descoloridas, sujetas con tachuelas al reverso de la puerta de un armario. En ambas, se le escapaba el triunfo por medio metro.
No fue necesario apurar el paso, ya que nadie parecía verle: todos demasiado preocupados por sus pequeñas vidas, deambulando en el calor como una manifestación de ciegos. La avenida lo asimiló rápidamente y lo encauzó en el plomo líquido de las cuatro de la tarde, el sol doblegando las nucas de los transeúntes y recalentando las columnas de las líneas del trolley.
Ya sin la posibilidad de elegir la sombra, Boris se encaminó hacia la tienda, transpirado y sonriendo como un alucinado. Mirando hacia el cielo deslumbrante supo que había sido un error salir de su casa sin sombrero.
Víctor? Asdrúbal? O joalheiro Panaskadópulos? Não quis virar nem responder ao cumprimento. Atravessou o asfalto quente como pisando em ovos, o olhar fixo em seus pés estropiados e agora com as plantas sujas com alcatrão derretido. A menos de uma quadra da avenida, conseguiu distinguir o urgente ir e vir da gente e o lento deslocamento dos ônibus entrando e saindo da antiga Estação de Bondes, agora transformada em rodoviária urbana.
"Talvez seja a hora de correr", pensou sem intenção nenhuma de fazer, especulando com uma remota agilidade que, em outros tempos, o tinha destacado em disciplinas olímpicas. Aquele corredor de meia distância, adolescente e com os pés normais, era agora tão só um par de fotografias descoloridas, presas com tachinhas no verso da porta de um armário. Em ambas, o triunfo lhe escapava por meio metro.
Não foi necessário apressar o passo, já que ninguém parecia vê-lo: todos preocupados demais com as suas pequenas vidas, perambulando no calor como uma manifestação de cegos. A avenida o assimilou rapidamente e o canalizou no chumbo líquido das quatro da tarde, o sol curvando as nucas dos transeuntes e reaquecendo as colunas das linhas do trolley.
Já sem a possibilidade de escolher a sombra, Boris se encaminha até a loja, suado e sorrindo como um alucinado. Olhando para o céu deslumbrante, soube que tinha sido um erro sair de casa sem chapéu.
Con el andar calmo y a la vez vacilante de un convaleciente, pasó por delante de la Farmacia Dublín, la Mercería Chantal y el Salón de Loterías Máximo. Se vio reflejado en los cristales de sucesivas vidrieras y en el espejo lejano de una peluquería. En ese trayecto alguien le preguntó la hora y dos señoras le ofrecieron bonos de la Lucha Antituberculosa. Cuando llegó a la tienda de Sara, agradeció al buen Dios no haberse cruzado con ningún guardiacivil.
Sara estaba midiendo una pieza de viyela cuando lo vio recostado en el vano de la puerta, quieto, con las piernas separadas, los brazos tiesos y extendidos hacia las vitrinas: toda su silueta luciéndose en la contraluz irreal que llegaba desde la calle. Sin dejar de medir ni sonreír a la señora Gutman —de espaldas al recién llegado—, Sara tanteó con la mano libre sobre el mostrador en busca de sus lentes.
—Señora Gutman, sosténgame el metro bien firme, necesito encontrar mis lentes —dijo, mirando por encima del hombro de su clienta la borrosa presencia de alguien que era y no era su marido. Lo era por la hora y la manera de entrar a la tienda, resoplando tras la caminata y buscando apoyo para no doblegarse por la fatiga. No podía serlo por la excesiva delgadez de sus miembros, desprovistos de los anchos pantalones y el generoso saco, y esa dolorosa e inquietante sospecha de que el hombre que aguardaba en la puerta bien podía estar desnudo.
Com o andar calmo e ao mesmo tempo hesitante de um convalescente, passou na frente da Farmácia Dublín, do Armarinho Chantal e da Casa Lotérica Máximo. Viu-se refletido nos cristais de sucessivas vitrines e no espelho distante de um salão de beleza. Nesse trajeto alguém lhe perguntou a hora, e duas senhoras lhe ofereceram Bônus da Luta Antituberculosa. Quando chegou na loja de Sara, agradeceu ao bom Senhor não ter passado por nenhum oficial da polícia.
Sara estava medindo uma peça de tricolina quando o viu encostado no vão da porta, quieto, com as pernas separadas, os braços entesados e estendidos para a vitrine, toda a sua silhueta luzindo na contraluz irreal que chegava da rua. Sem deixar de medir nem de sorrir à senhora Gutman — de costas para o recém-chegado —, Sara tateou com a mão livre o balcão à procura de seus óculos.
— Senhora Gutman, segure o metro bem firme, preciso achar os meus óculos — disse, olhando por cima do ombro de sua freguesa a nublada presença de alguém que era e não era o seu marido. Era pela hora e pelo jeito de entrar na loja, ressoprando após a caminhada e procurando apoio para não se curvar pela fatiga. Não podia ser pela excessiva magreza de seus membros, despido das folgadas calças e do generoso paletó, e essa dolorosa e inquietante suspeita de que o homem que aguardava na porta podia estar nu.
Por eso era preferible no encontrar los lentes y volver a la tela, al rígido metro todavía sujeto por la señora Gutman, que todavía no ha visto su expresión desolada, el imperceptible temblor del labio inferior y el acelerado palpitar de las venas del cuello.
—¡Sara! —gritó Boris Stolowics, sin avanzar un solo metro ni aflojar un solo músculo, fastidiado por tanta calma y tanto orden rodeándole.
—Señora Gutman, mantenga ahora la tela estirada para no perder la medida —dijo Sara, sin levantar los ojos del metro patrón, preparando la tijera para realizar el corte.
—¡Sara! —chilló nuevamente Boris, ahora menos empacado y con la mirada nublada por el sudor que le caía desde la frente.
—Rosita ya fue al banco, querido —dijo Sara, cortando de un solo envión la tela y doblándola en cuatro. Sus palabras, más que al hombre que estaba en la puerta, fueron dichas para su clienta, todavía no tentada de darse vuelta o demasiado atenta a la viyela.
—El banco, sí, ya veo… —dijo Boris. Con lentitud se dio vuelta y salió nuevamente a la calle. Para su alivio, la tarde había comenzado a nublarse.
Por isso era preferível não achar os óculos e voltar para o tecido, para o rígido metro ainda segurado pela senhora Gutman, que ainda não tinha visto sua expressão desolada, o imperceptível tremor do lábio inferior e o apressado palpitar das veias do pescoço.
— Sara! — gritou Boris Stolowics, sem avançar um só metro nem afrouxar um só músculo, aborrecido por tanta calma e tanta ordem o rodeando.
— Senhora Gutman, mantenha agora o tecido esticado para não perder a medida — disse Sara, sem tirar os olhos do metro padrão, preparando a tesoura para realizar o corte.
— Sara! — guinchou novamente Boris, agora menos chateado e com o olhar nublado pelo suor que escorria da testa.
— Rosita já foi para o banco, querido — disse Sara, cortando de uma vez só o tecido e dobrando-o em quatro. Suas palavras, mais do que para o homem que estava na porta, foram ditas para sua freguesa, ainda não tentada a virar-se ou atenta demais na tricolina.
— O banco, sim, já estou vendo… — disse Boris. Com lentidão se virou e saiu novamente à rua. Para seu alívio, a tarde tinha começado a ficar nublada.
La cuadra y media hasta el banco transcurrió sin novedad. La gente atareada o distraída no se fijó en él. Tampoco se cruzó con ningún conocido. Apenas un perro flaco y cargoso lo siguió entre dos árboles, señalándolo con su nariz entrometida.
Sin dinero que depositar, ignorando la gestión de Rosita y culminando la parte útil de la caminata, entró igualmente al edificio del ahorro y del crédito, menos por cumplir una rutina que para disfrutar del fresco de los gigantescos ventiladores de techo.
Bajo el monótono girar de las aspas, miró en derredor: en el vestíbulo y en los espacios circundantes a los mostradores, media docena de individuos aguardaban absortos en la contemplación del repetido dibujo de las baldosas. Frente a las ventanillas de las cajas, unos pocos ahorristas esperaban para hacer sus depósitos, sujetando paquetes o pequeños portafolios con evidente recelo. Dentro de los habitáculos de los cajeros, estos parecían dormitar, las cabezas inclinadas y atentas al teclado de la máquina de sumar, inmóviles como maniquíes. En los escritorios de los boxes interiores, los contables parecían eternizados en operaciones complicadísimas, ajenos a los cajeros, al público que entraba y salía, y a Boris Stolowics, inmóvil en medio del banco, hipnotizado por las aspas y abandonado al envolvente aliento de un insecto fabuloso.
A quadra e meia até o banco transcorreu sem novidade. As pessoas atarefadas ou distraídas nem olharam para ele. Também não cruzou com nenhum conhecido. Apenas um cachorro magro e irritante o seguiu entre duas árvores, apontando para ele com o seu nariz entrometido.
Sem dinheiro para depositar, ignorando a gestão de Rosita e culminando com a parte útil da caminhada, entrou, da mesma forma, no prédio da poupança e do crédito, menos para cumprir uma rotina do que para desfrutar do frescor dos gigantescos ventiladores de teto.
Sob o monótono girar das hélices, olhou ao redor: no vestíbulo e nos espaços circundantes aos balcões, meia dúzia de indivíduos aguardavam absortos na contemplação do repetido desenho das lajes. Frente às janelas dos caixas, uns poucos correntistas aguardavam para fazer os seus depósitos, segurando pacotes ou pequenas pastas com evidente receio. Dentro dos habitáculos dos caixeiros, estes pareciam dormitar, as cabeças inclinadas e atentas ao teclado da máquina de somar, imóveis como manequins. Nos escritórios internos, os contabilistas pareciam eternizados em operações complicadíssimas, alheios aos caixas, ao público que entrava e saía e a Boris Stolowics, imóvel no meio do banco, hipnotizado pelas hélices e abandonado ao envolvente hálito de um inseto fabuloso.
Otra vez el olor a dinero encerrado lo retrotrajo a la niñez y a la tibia redondez de un crédito de la baquelita pintada. Puede oír, amplificado por el recuerdo, el estallido, el golpe seco contra el mármol de la cocina y las monedas repiqueteando por todos los rincones como una lluvia de gotas metálicas. También puede ver el único billete de sus ahorros, doblado en cuatro y quieto entre los fragmentos de la alcancía, y la cara triste de su padre extendiendo la mano, obligándolo a desprenderse de su pequeña fortuna, canjear la ilusión del mecano número seis por un mes atrasado de alquiler.
Ninguno de los que allí estaban podía atesorar con más avaricia y esmero el dinero como él mismo, cuarenta y siete años atrás. Por eso, aquella primera quiebra le había enseñado, con inconsciente anticipación, el frenético vicio de gastar, de no acumular jamás lo que algún día podía desaparecer por obra de la mala suerte. Solo la pobre Sara era capaz de obligarlo al ritual del depósito diario de las ridículas ganancias de la tienda.
Abandonó la contemplación de aquel mandala giratorio, movió negativamente la cabeza, y sin ver a nadie salió del banco. Ahora necesitaba llegar al bar y atrincherarse en la mesa de todas las tardes, beber la taza de té con mandiocas y juntar fuerzas para volver a casa.
Mais uma vez o cheiro de dinheiro enclausurado o retrotrouxe à infância e à morna redondeza de um crédito da baquelita pintada. Ele pode ouvir, amplificado pela lembrança, o estalo, o golpe seco contra o mármore da cozinha e as moedas repicando por todos os cantos como uma chuva de gotas metálicas. Também pode ver a única nota de sua poupança, dobrada em quatro e quieta entre os fragmentos do cofrinho, e o rosto triste do seu pai estendendo a mão, obrigando-o a se desprender de sua pequena fortuna, trocar a ilusão do Meccano número seis por um mês atrasado de aluguel.
Nenhum dos que ali estavam podia entesourar com mais avareza e esmero o dinheiro como ele mesmo, quarenta e sete anos atrás. Por isso, aquela primeira falência tinha lhe ensinado, com inconsciente antecipação, o frenético vício de gastar, de não acumular jamais o que algum dia podia desaparecer por obra do azar. Só a pobre Sara era capaz de obrigá-lo ao ritual do depósito diário dos ridículos lucros da loja.
Abandonou a contemplação daquela mandala giratória, balançou negativamente a cabeça, e, sem ver ninguém, saiu do banco. Agora precisava chegar ao bar e se entrincheirar na mesa de todas as tardes, beber a xícara de chá com mandiocas e juntar forças para voltar para casa.
En la calle se había desatado un aguacero que había barrido con el calor y con los peatones de la avenida. Sin posibilidades de guarecerse, Boris se dejó mojar por la lluvia implacable.
Entró al Ciclón empapado, aterido y más desnudo que al salir de su casa. Pisando colillas de cigarrillos frías y escupitajos recientes, atravesó el bar con paso vacilante y se dejó caer en la silla de la última mesa del fondo. Sus nalgas húmedas y descarnadas sintieron la dureza del asiento de cármica; su espalda escoleósica, la incomodidad del respaldo excesivamente bajo y recto. Agotado y casi sin voz comunicó al mozo su pedido: alguien nuevo que ni siquiera se dignó a mirarlo y mucho menos comentarle los últimos mil metros de carrera alguna.
Mientras mojaba una mandioca en el té, recordó los primeros compases de Blues para la viuda, la mano libre dirigiendo a una orquesta imaginaria, exuberante en vientos y en esmóquines de lamé, los atriles con el monograma «BS» dibujado en dorado, y una mujer vestida de negro en el palco más cercano a los músicos. Antes que los trombones pudieran ponerse de pie, la sonrisa afectuosa de Elías interrumpió el tema.
Na rua havia desatado um aguaceiro que tinha varrido com o calor e os pedestres da avenida. Sem possibilidades de se proteger, Boris se deixou molhar pela chuva implacável.
Entrou no Ciclón empapado, gelado e mais nu do que ao sair de sua casa. Pisando pontas de cigarros frias e cuspidas recentes, atravessou o bar com passo hesitante e se deixou cair na cadeira da última mesa do fundo. Suas nádegas úmidas e descarnadas sentiram a dureza do assento de fórmica; suas costas escolióticas, o desconforto do respaldo excessivamente baixo e reto. Esgotado e quase sem voz, comunicou ao garçom o seu pedido: alguém novo que nem sequer se dignou a olhar para ele e muito menos comentar os últimos mil metros de corrida nenhuma.
Enquanto molhava uma mandioca no chá, lembrou-se dos primeiros compassos de Blues para a viúva, a mão livre dirigindo uma orquestra imaginária, exuberante em ventos e em smokings de lamê, os atris com o monograma “BS” desenhado em dourado, e uma mulher vestida de preto no palco mais próximo dos músicos. Antes que os trombones conseguissem ficar em pé, o sorriso afetuoso de Elías interrompeu a música.
Enfundado en un viejo impermeable, el hombre se sentó frente a Boris y depositó la caja con el ajedrez entre ambos. Sin dejar de sonreír, desplegó el tablero y volcó las piezas sobre él. Boris siguió sus movimientos aguardando el previsible comentario, la inevitable alusión a la piel húmeda y la irónica reflexión sobre el peligro de desabrigarse en exceso. No obstante, bastó la mirada conmiserativa para despertar en él la vergüenza y el agrio desconsuelo. Estaba en un bar, desnudo, mojado y con frío. Su mejor amigo lo miraba con lástima y no cesaba de sonreír. Desde el baño cercano llegaba el familiar olor fétido, persistente como el recuerdo de un muerto insepulto.
Finalmente, Elías abandonó la sonrisa, frunció el entrecejo y preguntó a su contrincante:
—¿Blancas o negras?
Enfronhado num velho impermeável, o homem sentou na frente de Boris e colocou a caixa com o xadrez entre os dois. Sem deixar de sorrir, estendeu o tabuleiro e colocou as peças em cima dele. Boris seguiu os seus movimentos aguardando o previsível comentário, a inevitável alusão à pele úmida e a irônica reflexão sobre o perigo de se desabrigar em excesso. No entanto, bastou o olhar comiserativo para despertar nele a vergonha e o azedo desconsolo. Estava em um bar, nu, molhado e com frio. Seu melhor amigo olhava para ele com pena e não cessava de sorrir. Do banheiro próximo chegava o familiar cheiro fétido, persistente como a lembrança de um morto insepulto.
Finalmente, Elías abandonou o sorriso, franziu o cenho e perguntou para seu oponente:
— Brancas ou pretas?
Traduzido por Verónica Machado e María Noel Melgar