Durante el mismo período en el que su obra daba un giro hacia las escrituras del yo, Mario Levrero publicaba una serie de columnas en la revista Posdata (1996-2000), con el título «Irrupciones». El nombre estaba inspirado en Carl Gustav Jung, quien consideraba que toda conversión religiosa se origina —dejando de lado la imitación por contagio o la sugestión— en una repentina manifestación del inconsciente que altera definitivamente la personalidad del individuo (Jung, 1950: 132-133). Si bien repentina, la toma de conciencia de esa serie de contenidos sumamente extraños e insospechados se habría estado gestando durante años y años de forma silenciosa. Lo que para Jung es una manera de reinterpretar la epifanía religiosa o mística como un mudo trabajo inconsciente que se hace consciente de forma, en apariencia, repentina, para Levrero es desde luego todo esto, pero, además, una revelación de lo que él considera el espíritu del individuo: una dimensión del ser que es capaz de percibir aquello que está más allá de la comprensión racional. Y que en Levrero se manifiesta, por sobre todas las cosas, a través de la creación literaria.
Ahora bien, las epifanías levrerianas están hechas de la cotidianeidad más rotunda, surgen de la rutina familiar o de la observación desde su punto de vista siempre dislocado con respecto a las costumbres naturalizadas de sus conciudadanos —y que, por lo general, a Levrero le resultan insoportables—.
Abordan la agresión constante que supone la publicidad en los supermercados o el ómnibus, las discusiones de pareja sobre la compra de ropa, los recuerdos de la infancia que se habían conservado sin ser cuestionados por la mirada crítica de la adultez o los sueños de la noche anterior que bajo el velo de caótico y absurdo cuentan demasiado bien las angustias de la vigilia ―como en la «Irrupción n.o 121», en que la inspiración del caricaturista que también supo ser Levrero parece tener su germen en la estructura de los sueños—. Es decir, en estas columnas, en la línea de lo que postula Michel de Certeau en La invención de lo cotidiano, el «héroe trágico» da paso al «hombre común» (o «sin atributos», en palabras de Robert Musil) y el foco está puesto en lo subjetivo, en la microhistoria anecdótica, en la vivencia efímera pero removedora. Esto hará decir a Levrero (2013: 20), por ejemplo, en la «Irrupción n.o 1»: «Todo está perdido. Ya nada será igual. Has vivido en vano». Pero, pese al tono tremendista y con aparente aire de máxima filosófica, el lector descubrirá que el desencadenante de semejante reflexión no es una vivencia espectacular ni extraordinaria, al estilo de los milenarios griegos y sus parricidios, incestos y suicidios; antes bien, surge casi por casualidad, como el día que volvemos a escuchar una canción de nuestra adolescencia que ni siquiera recordábamos y tomamos conciencia del tiempo pasado, de todo lo perdido…
A no deprimirse, porque esta especie de mística de lo cotidiano que Levrero logra combinando lo trascendental y lo terreno se expresa, de modo magistral, a partir del humor; el único tono que permite la amplitud y ambigüedad necesarias para manejar al mismo tiempo la depresión por una crisis familiar y el breve escape hacia la diversión que supone, por ejemplo, la estupidez del prójimo.
Un humor que puede llegar a suscitar la carcajada, por la tensión climática que logran sus historias, diseñadas para hipnotizar al lector, pero que por lo general se balancea en el delicado equilibrio de lo cómico, con base en la risa agridulce que permite la reconciliación con lo mundano únicamente después de haber tomado conciencia de las miserias propias y ajenas.
Epifanía, cotidianeidad y humor se entrelazan, entonces, para desgranar estas breves crónicas y reflexiones perladas de ingenio, lucidez y del genuino desconcierto que produce el mirar como por primera vez algo osificado por el paso del tiempo y la costumbre. Puede tratarse de una emoción asociada a un recuerdo, una rutina que se repite sin haberse preguntado jamás el motivo que hay detrás de ella o incluso el modo en que Levrero se relaciona con el lenguaje. Porque, al igual que para Sigmund Freud en Psicopatología de la vida cotidiana, los actos fallidos en torno al habla, la escritura y la lectura son para Levrero una puerta de acceso a esa dimensión del ser que crece en silencio y amenaza con sublevarse. Con base en los mismos postulados a través de los que Freud explica, por ejemplo, su momentánea incapacidad para recordar el nombre del pintor Signorelli debido a la censura previa de una conversación sobre Bosnia-Herzegovina1, Levrero encontrará en su incapacidad para comprender un folleto publicitario o para reconocer los anagramas escondidos en el nombre de las cosas la evidencia de
las diferencias irreconciliables con su pareja o por qué le disgusta tanto viajar en una compañía de ómnibus cuya sigla, CUTCSA, es anagrama de cactus: «¿Dónde estaba esa parte mía que se ocupa de anagramar palabras en todos los viajes anteriores? ¿Qué significa exactamente la expresión darse cuenta? ¿Por qué nos gusta creer que somos algo sencillo y fácil de explicar?» (Levrero, 2013: 39). Y si estos desplazamientos del lenguaje revelan zonas desconocidas del yo, qué decir de los sueños, que aparecen no solo en sus Irrupciones, sino que son material de sus novelas autoficcionales como El discurso vacío o La novela luminosa —que son autoficcionales y no autobiográficas, en parte, porque registran la vida onírica a la par de esa otra vida que empieza después de lavarse los dientes y mirarse al espejo—. Sí, para Levrero el yo irrumpe y revela pulsiones silenciadas en los sueños, pero esto siempre es dicho de una forma que se diferencia notoriamente, por ejemplo, del tono didáctico de libros como Las enseñanzas de Don Juan, de Carlos Castaneda. Si para Castaneda el mundo puede «detenerse» —y así contemplar su verdadera esencia—, si uno logra mirarse las manos durante un sueño y darse cuenta de que está soñando (y lograr así lo que se conoce como «sueño lúcido»), para Levrero mirarse las manos significa darse cuenta de que tiene puestos unos guantes inusualmente grandes y abultados como los de un famoso dibujo animado (por ejemplo, ver y disfrutar la «Irrupción n.o 35»).
Notas
1 Herzegovina contiene la sílaba her, es decir, señor en alemán, por eso su asociación con Signorelli (que contiene la palabra señor en italiano) y de ahí el borrado del nombre del pintor (Sigmund Freud, 1997: 756).
Es decir, la risa y la parodia comienzan por las propias pretensiones de trascendencia. Algo que, por cierto, no han sabido justificar aquellos que tildan a estas escrituras del yo como egomaníacas o mesiánicas.
El modo en que Levrero hace ingresar su vida familiar en las Irrupciones —y en algunos pasajes de sus obras autoficcionales— podría rastrearse en la influencia del humorista literario y gráfico James Grover Thurber (1894-1961), quien desarrolló su obra a partir de la crítica de la vida cotidiana, satirizando su propia vida doméstica. Su obra My Life and Hard Times (1933) hizo del tema de la convivencia familiar y el apego indiscriminado a las convenciones sociales una forma de mostrar las contradicciones y el absurdo a los que se somete el individuo. Tanto las disputas de pareja, que presentan al hombre como un ser frágil y tendiente a la neurosis o a las abstracciones inútiles frente a la practicidad y destreza de las mujeres, como la observación de las conductas animales a partir de las cuales Thurber construye varios de sus textos (Black, 1964: 227) están en consonancia con el tratamiento de estos temas que puede observarse en la literatura levreriana. Al estilo de James Thurber, por ejemplo, Levrero utiliza su relación con su pareja como disparador de situaciones humorísticas que se originan a partir de sus diferentes formas de interactuar con el mundo. Un ejemplo claro de esto puede verse en la serie de irrupciones tituladas «Agujero en un buzo celeste», en las que encontrar un agujero en su buzo arroja a Levrero a un largo derrotero por centros comerciales para intentar comprar un buzo nuevo acompañado de su pareja, quien intenta ayudarlo a superar su agorafobia y el mal humor infinito que le generan la «música ambiente» y los promotores publicitarios.
Dicho esto, vale aclarar que la mirada disruptiva de Levrero no puede ser reducida a la habitual excentricidad que se espera de ciertos escritores que son considerados como individuos escindidos de la sociedad ni al mero extrañamiento efectista. Para Levrero, principalmente la escritura, pero también la música, el dibujo o la fotografía, el arte en general es una forma de alcanzar una sanidad espiritual que muchas veces se ve amenazada por las imposiciones del «tiempo productivo» en términos económicos. El diálogo con el inconsciente a partir de acciones jungianas que combinan no solo escritura y vida, sino que hacen de la vida una obra de arte (esto es un poco menos metafísico de lo que suena y bastante más oulipiano o cortazariano), las imbricadas maneras en que pueden mostrarse los afectos y la farsa inevitable que parece agazaparse detrás de toda pretensión de trascendencia son algunos de los rasgos de identidad levreriana que pueden reconocerse, por ejemplo, en la «Irrupción n.o 80».
Como dijimos, para Levrero la realidad es algo que trasciende largamente lo que puede explicar el saber científico «ortodoxo» o lo que se conoce como pensamiento racional. Muchos de los postulados que conforman su concepción de lo real pueden rastrearse en el psicoanálisis jungiano, la parapsicología, la mística o la termodinámica. Sí, la termodinámica, porque para Levrero, como puede leerse en la «Irrupción n.o 27», perdonar a un grupo de niños arrepentidos de un juego que se fue de control supone asumir la culpa como si las relaciones humanas se entendieran a partir del concepto de entropía, según el cual el orden de todo el sistema —del universo— depende de los cambios que se producen entre cada uno de sus componentes.
Dicho de otro modo, Levrero creía que todo estaba relacionado, que nada es azaroso. Desde aquí, los caminos de la providencia pueden ser infinitos, pero quizás no todos sean inextricables. Leyendo la «Irrupción n.o 6», por ejemplo, parece que la angustia puede subvertirse abruptamente a partir del erotismo. Y en la obra levreriana el encuentro amoroso y el rubor resultante del amor sensual son la vía de comunión más intensa con el espíritu. En definitiva, que puede encontrarse a Dios en todas partes, y muchas veces —y más que en otros lugares tomados por santuarios— en el olor de las medias de nailon de una mujer.
Obras citadas
Black, Stephen A. (1964). «The claw of the sea-puss: James Thurber’s sense of experience», Wisconsin Studies in Contemporary Literature, n.o 3, pp. 222-236.
De Certeau, Michel (2000). La invención de lo cotidiano. Las artes del hacer I. Ciudad de México: Universidad Iberoamericana.
Freud, Sigmund (1997). «Psicopatología de la vida cotidiana», en Obras completas, tomo III. Madrid: Biblioteca Nueva, pp. 755-931.
Jung, Carl Gustav (1950). El yo y el inconsciente. Barcelona: Luis Miracle Editor. (Esta es la edición citada por Mario Levrero en su Manual de Parapsicología.)
Levrero, Mario (2013). Irrupciones Montevideo: Criatura Editora.
Matías Núñez es escritor, investigador y docente universitario. En el área académica se desempeña en las temáticas sobre lengua y literatura. Realizó la Licenciatura en Letras, por la Universidad de la República del Uruguay. Obtuvo un doctorado en Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Salamanca y posee un Máster en Literatura Española y Comparada por la Universidad de León. Su novela Yugoslavia fue premiada con el galardón «Medalla Morosoli de Oro» en el XXI Premio Nacional de Narrativa «Narradores de la Banda Oriental» de la fundación Lolita Rubial, además en 2016 la misma obra obtuvo el «Premio Ópera Prima» en los Premios Nacionales de Literatura del MEC. Su trabajo literario y académico puede apreciarse también en su faceta como cuentista, además en reseñas literarias y artículos publicados distintos medios.